Como amigo, como condiscípulo durante diez años de internado, como alumno de música durante esos mismos años en las clases con el maestro Arabaolaza, como compañero de oposición a cargos musicales en la Catedral de Zamora, ejercidos por mi parte durante otros doce años, como componente del grupo Voces de la Tierra durante otros diez años?, Mi relación amistosa con Juan Manuel Hidalgo siempre ha sido regada y regalada con músicas de todo tipo, y sobre todo con el canto.

Le dotó Naturaleza a Juan Manuel, además de una estatura prominente, de un vozarrón poderoso de sochantre, que prestaba siempre cimiento seguro a la cuerda coral de los bajos, tanto en la Schola Cantorum de nuestro internado, que yo dirigí durante los últimos cinco años de nuestra 'carrera', como en el pequeño grupo de doce cantores que interpretábamos el canto gregoriano con una calidad benedictina semiprofesional, que llegó a ser bastante digna.

De cada una de estas etapas me quedan recuerdos musicales muy vivos de Juan Manuel. Primero, de las clases de solfeo con el Maestro Arabaolaza, que nos iban afianzando los fundamentos solfísticos del canto vocal en grupo unisonal. Segundo, del coro del internado, que yo dirigía, en el que él llegó a ser una de las voces más seguras de un colectivo siempre en aprendizaje, a medida que avanzábamos en los cursos. Tercero, del aroma, literalmente 'embriagador', del vino dorado, con leve aroma a moscatel, que su padre había elaborado y conservado desde diez años antes de los doce de nuestro itinerario hacia el curato, para que, si llegábamos hasta la meta, lo consumiéramos, los condiscípulos, en el convite de nuestro final de carrera, y en el banquete del día de su primera misa en la iglesia de su pueblo, Madridanos (julio de 1957). Como así sucedió. Quinto, de la preparación de la oposición a los beneficios de Sochantre y de Organista, a la que nos tuvimos que presentar, los dos, por mandato episcopal en el mismo día del mismo mes y año (agosto de 1957). Sexto, y muy importante, en el funcionamiento, que llegó a ser bastante digno en calidad, de la Capilla Musical de la Catedral, en la que teníamos que prestar nuestro apoyo musical, él como cantor principal del canto gregoriano y del bajo en la polifonía, y yo como organista acompañante.

Pero también recuerdo, y ello también era muy importante, nuestra contribución a que nuestros oficios prestasen por lo menos una decente calidad musical que frenara las prisas y comunicara seriedad a los actos de 'culto oficial'. Recuerdo ahora haber escrito, en la nota necrológica que dediqué a Jerónimo Aguado, que era precisamente él, junto con Juan Manuel, quienes tomaban más a pecho frenar las prisas del colectivo cantor (canónigos, beneficiados, salmistas y sacristanes) en el rezo de las horas del Oficio, al que siempre querían empujar otros colegas, no hace falta decir quiénes, a terminar cuanto antes 'la función', no fueran a perderse el comienzo de la partida de tresillo o de algún espectáculo atractivo en la incipiente televisión doméstica.

Los miles de horas que yo pasé durante doce de mis años jóvenes sentado en el banco del órgano, que llenaba las bóvedas de sonidos, a veces levísimos y de cuando en cuando atronadores, siempre los viví en compañía de mi amigo Juan Manuel, que de vez en cuando me regalaba una ojeada, hacia arriba, de agradecimiento (su oficio le tenía siempre abajo, a pie de coro, 'atado' al facistol que sostenía los libros de canto), cuando yo había hecho sonar alguna de las piezas musicales que ambos conocíamos de memoria, yo de tocar y él de escuchar, desde nuestros tiempos de internado.

En el aspecto personal y humano, Juan Manuel Hidalgo siempre mantuvo una actitud digna, seria, segura y firme en todas las variadas tareas que la autoridad competente le encomendó. Su vida y su actividad siempre estuvieron unidas a la Catedral de Zamora y a las oficinas del Obispado. Su voz resonó bajo las bóvedas durante más de cinco décadas. A su nueva encomienda, una vez que fue nombrado canónigo, le debe ese primer templo de la diócesis de Zamora los comienzos de un orden, una limpieza y una restauración, desde el cargo que en ella ejercía, que lo fue cambiando progresivamente, desde ser aquel recinto un tanto desordenado, oscuro, frío y un punto triste, hasta comenzar a adquirir una nueva imagen mucho más limpia y acogedora. Fue entonces cuando la Catedral se fue desprendiendo poco a poco de las sombras y penumbras, al ponerse en valor las luminosidades, tenues pero nítidas, de las bóvedas y capillas laterales, que llevan a los asistentes y visitantes hasta los resplandores de ese lucernario que es la cúpula, verdadera corona y corola de luces, que en ciertos momentos llegan a deslumbrar.

Y para terminar estas líneas de recuerdo no se me ocurre otra expresión que la de afirmar que Juan Manuel Hidalgo siempre fue, y ello era voz común entre todos los que lo conocimos de cerca, lo que entendemos por 'un hombre bueno': generoso, bondadoso, comprensivo y afable. Los que de jóvenes convivimos con él, en los años de internado, sabemos muy bien que a medida que el tiempo pasaba, fue logrando dominar unos impulsos de genio que a veces turbaban su silueta calmosa con un punto de indignación, sobre todo cuando presenciaba o no tenía otro remedio que tolerar hechos o actitudes contrarias a lo que él consideraba una actitud recta. Al final, siempre vencía la urdimbre primaria de su estatura humana: una mezcla de bondad, generosidad y paciencia.