Me preguntaba yo, Celedonio (tanto ha de ésto que parece fábula), cómo iba a prender lumbre aquél lugareño si estaba el monte pingando. Nos calaba el agua los huesos desde la nuca a los talones. Pues oiga, con modales de curandero, arrancó de acá y allá las pajas más oreadas hasta juntar un buen manojo. Y en cosa de poco, se alzaba espeso, abundante, blanco, el humo de la hoguera, ante mi asombro, en aquel valle donde almorzamos unas pizcas de carne asada. Sin parrilla, claro.

?¿Para qué cargar con la parrilla? Queda más sabrosa así, encamada sobre el ascua. Tú, raspa la ceniza con la navaja. De quedar algún resto, pierde cuidado, que no mata ?me aseguró, sonriendo.

Hubo quien se ocupó de amarrar el jabalí en la grupa del asno para llevarlo al pueblo. Rayando la noche, tras haber echado otro gancho en un cerro bien querencioso, tuvimos noticias: ya reposaba el animal, acompañando a patatas y pimientos, en guiso montaraz de antología. Allí, en la plazuela, se servía toda la parroquia del pote negro, barrigón de tres patas.

Pregunté, altivo (divina juventud), si no se le hizo la prueba antes de cocinarlo. Aquél mismo, el del milagro del fuego, me contestó rotundo.

?¿La prueba? Estos de aquí no sufren enfermedad, rapaz. ¿Pero no viste cómo corría cuando le enchufé el postazo? ¿Qué mal va a tener?

Pasó una eternidad. El hombre, hoy anciano, sentado en un taburete de encina, reposa el espinazo contra el portón podrido de la cuadra inútil. Mira al cielo. Anhela tiempos que no volverán.

Le parece escuchar, entonces, una dulce algarabía. Sí. Ahí llegan. Rozan la docena. Despeinados, sucios de andar enredando, roídos los jerseys, peladas las rodillas de arrastrones, felices, suben los chiquillos la calleja sorteando boñigas, arruinando la siesta al personal. Cuando pasan frente a él, se reconoce en uno de ellos.

El resplandor de la fugaz visión del pasado, le abandona. Deja paso a la realidad. Regresa el silencio amargo, ácido, impuesto, que le come las entrañas. Y la cálida luz de agosto se tiñe otra vez de soledad.

?No se vieron pasar los bandos de torcaz. Y es el tiempo ?dice, arrastrando con la sota de bastos?. Que cuentan que la rabona quedó ciega, como el conejo. Mala cosa ?apostilla.

Entre vapores rancios de aguardiente, tabaco y café, atado por la edad y los achaques al hastío asfixiante de la silla del bar, quizá tenga un recuerdo para mí, el niño asombrado con los misterios de la gente de campo, ruda, noble, verdadera. Esos que supieron arrancar fuego, pan y vino a su madre tierra, sin necesidad de partirle el alma.

?Di que el escabeche ya no sabe igual. Parece estopa ?asienten los compañeros de tute?. Serán los venenos que trae el río. "Mecagonlaleche", compadres, de un tiempo acá, nos sobran pestes. El as de bastos. Anota los puntos, tú.

De vuelta a casa, en los trigos de la ladera, canta, solitaria, una perdiz. Quizá sea la última. Arrima las manos encallecidas a la boca, hincha la mejilla, la llama. Espera en silencio. El ave, contesta.

?Tú sí que me entiendes, pajarico ?murmura.

Y sigue andando, despacio, muriendo a cada paso. Sin testigos.

Se apagan las pocas bombillas, desnudas, temblorosas, que arropan aún el cercano apocalípsis de un tiempo. Asoma la temida noche, puntual, solemne, como una triste y descarnada oración de réquiem que nadie escucha ya. Pero él sonríe. Porque, bajo el pellejo, correoso como el cuero, que le envuelve el corazón, anida impasible la esperanza luchando a dentelladas contra el olvido.

P. D. Andaba yo mirando aquel día el guiso de jabalí con gran recelo, por aquello de la triquinosis y otros peligros. En esto que me vio el hombre, se acercó y me dijo: Come sin miedo, rapaz, que ese de ahí, el que está rebañando el plato, es el veterinario.

A Celedonio Pérez. Con mi afecto.