Las batallas -incruentas- que se libran en el siglo XXI tienen como campo la comunicación y como estrategia principal la imposición al adversario del propio marco comunicativo, lo que los anglosajones denominan (el) frame. Quien fija el marco suele tener una parte de la batalla ganada o, por usar términos futbolísticos, es como si jugara en casa un partido de fútbol: tiene a la afición de su parte y le es más fácil presionar al árbitro y descentrar a los rivales. Cualquier lector de la prensa de provincias habrá observado que desde hace meses se libra una interesante batalla comunicativa en las páginas de medios como este: a un lado, empresarios sin nombre que pretenden abrir explotaciones intensivas de porcino para su posterior comercialización y, en el otro, grupos animalistas, vecinales o ecologistas, perfectamente visibles y que se oponen a dichas explotaciones.

La batalla la van ganando con claridad los que se oponen a las explotaciones, en parte porque han logrado fijar el marco en el que discurre la contienda: hablan de "macrogranjas", concepto peyorativo que, en el imaginario colectivo, está más cerca de un campo de concentración con miles de seres vivos esperando a ser sacrificados que de una instalación industrial. En sus discursos, algunos de ellos publicados aquí, mencionan de manera sistemática metáforas que provocan el rechazo inmediato del lector (la granja como estercolero, el cerdo como contaminante de acuíferos?) y buscan combatir las posibles ventajas de estas instalaciones relativizando sus números (no crean empleo, se asegura, porque una persona sola puede manejar toda la granja, se ha llegado a escribir) y sus ventajas (no generan valor añadido, por ejemplo, porque la materia se transformaría en otro lugar).

Todo este marco busca fijar en el imaginario la idea de unas instalaciones siniestras y contaminadoras, más propias de la postguerra que de un país moderno y de una industria que innova para reducir el impacto de sus actividades, aprovechando además el rechazo emocional que provoca la producción industrial cuando se la compara, de manera inconsciente, con la artesanal, en la que uno imagina una pequeña explotación de cerdos felices viviendo en al aire libre y acompañando en su ciclo vital a la familia que los cría.

Quienes van ganando la batalla en parte lo hacen por incomparecencia del rival ya que enfrente, en realidad, no hay nadie. A los empresarios del sector, poco acostumbrados a manejarse en el plano de la agitación y la propaganda, no se les escucha y parecen convencidos de que con obtener las autorizaciones administrativas está todo hecho, y renuncian así a defender en público sus (legítimos) intereses, cuando en el mundo de la postverdad, lo verosímil es siempre mucho más relevante que lo verdadero, y si uno pierde la batalla de la legitimidad social, puede dar el resto por perdido.

Cuando se analiza en detalle el marco discursivo generado en torno al porcino, no se tarda en descubrir que está plagado de medias verdades y que se cuelan en él, de rondón, algunas mentiras flagrantes pero que suenan verosímiles cuando se repiten muchas veces. En España, por ejemplo, las macrogranjas están prohibidas desde el año 2000, luego es imposible que aquí se abra ninguna macrogranja, pese a que una consulta en Google del sintagma "macrogranjas en Zamora" arroje más de 59.000 resultados. Y se prohibieron, además, a iniciativa del sector: si la llegada de la peste porcina a una explotación obliga a sacrificar a todas las crías, es más sensato tener diez granjas con mil lechones cada una que una granja con diez mil.

Ante la falta de relato por parte de los promotores, la espiral del silencio de la que nos habló Elisabeth Noelle-Neuman se adueña del conjunto de la población, incluso de la que ve con simpatía la llegada de inversiones que detengan el lento pero aterrador declive de los pueblos: las minorías movilizadas son capaces de imponer su agenda y su relato a las mayorías desmovilizadas y apáticas. Esto se ve con claridad cuando se analiza la variable del empleo: las granjas de cría que buscan instalarse ahora en la España vacía y que generan decenas de empleos durante su construcción, requieren luego para operar entre cinco y diez puestos de trabajo directos en función de su tamaño. Esto, en centenares de pueblos de la España interior, es crear la empresa más grande en varios quilómetros a la redonda: y puede suponer la diferencia entre mantener abierta la escuela o cerrarla, por ejemplo. Y algo parecido ocurre con los residuos: cualquier actividad industrial (una fábrica, un restaurante, un taller?) los genera: procede ocuparse de su tratamiento y estar vigilantes para que la (muy exigente) normativa en materia ambiental se cumpla.

Pero ante las movilizaciones (normalmente en festivos o en fin de semana) y ante argumentos puramente emocionales (¿usted quiere vivir junto a un estercolero?) o bien hay un discurso contario que también apele a lo emocional y que esté bien argumentado, o bien la batalla estará perdida para todos aquellos alcaldes que desean estas instalaciones en sus pueblos, pero que luego son incapaces de hacer frente a las campañas de acoso diario contra ellas. Y es que, como se suele decir en el ámbito de la comunicación: "cuando tú no cuentas lo que eres, vendrá otro a contar lo que no eres?".