Yo vi el mar por primera vez a los siete años. ¿Y tú? Para ver el mar, para verlo fuera de los telediarios de Antena 3 en agosto, tuve que cruzar España de norte a sur, de oeste a este, en un Seat Toledo verde cargado como si nos mudáramos a Francia. Con mi padre, mi madre, mi hermana, varios maletones, una sombrilla y cinco casetes donde convivían Bom Bom Chip e Isabel Pantoja sin reparos. Mi misión era grabar la banda sonora del viaje con una precisión tal que mi padre no tuviera excusa de poner la radio si sonaban seguidas dos canciones posteriores a 1990. Un Víctor Manuel de vez en cuando para tenerlo contento, ese era el secreto.

Era septiembre en La Manga del Mar Menor, Murcia. Un brazo delgado de tierra que me permitió ver por primera vez el mar lejos y cerca. No tan lejos como desde el sofá de mi abuela, no tan cerca como con los pies dentro. El mar, lo que más había soñado, delante de mis ojos, en el aire, posible. Ese aire que sigue oliendo igual. Húmedo, liviano, libre. Hace una semana, cuando me bajé del "micro" en el legendario Hotel Provincial de Mar del Plata, olía igual que ese final de verano de mis siete años. Esto sí son buenos aires. Pude distinguir alrededor de mi fascinación algunas quejas por el mal tiempo que nos había tocado. Extraterrestre para mí. ¿No han quitado el mar, no? Entonces, todo en orden. Yo soy de interior, vi el mar por primera vez a los siete años, póngame un charquito y seré feliz.

Cuando te invitan a una cobertura periodística de hotel de lujo -festivales de cine, algunas cumbres internacionales-, la primera estación emocionante es descubrir si tu habitación tiene vistas. Unas vistas que firmen que estás allí. Rascacielos, sedes de Gobierno, paisajes icónicos. En Mar del Plata, la gran ciudad balneario de Argentina, el ansia era, por supuesto, tener vistas al océano. Suelo tener suerte en estas cosas, por eso no me preocupé mucho cuando corrí las cortinas y enfrente solo había paredes blancas. Las vistas al mar eran internas. Iba a compartir habitación con la única persona que conocía del festival: Mar, una de las españolas más estupendas que he encontrado en este periplo por el mundo.

El error más grave que cometí en Washington fue no tener nunca una mejor amiga española. Quería aprender inglés, conocer otras culturas, evitar el camino fácil. Tuve hermanas maravillosas de Ecuador, Portugal, Estados Unidos, México y Francia, pero el golpe más duro me pilló sola. Las pequeñas mareas se pueden navegar con amigos que te dedican máximo dos horas a la semana y los Skype de tu gente de siempre. Pero en la gran ola necesitas un dique de contención del tamaño de una mujer española a tu lado diciéndote "no pasa nada, tía, estoy aquí". Alguien a quien no le tengas que pedir nada. Ese junio, Bea me llamó para consultarme algo de la OEA, mi llanto y yo éramos ininteligibles. No preguntó nada: dame tu dirección, te voy a buscar ahora mismo, cogemos tus cosas y vienes a casa. Me invitó a comer a Jaleo y quién puede no consolarse aunque sea un poco frente a un pan con tomate y jamón. Bea me hizo de madre, de hermana, de mejor amiga y de compañera: me preparaba gazpacho en la Termomix, me prestaba lo que necesitara, me llevaba a la piscina y me ayudaba a descifrar la última noticia sobre la injerencia rusa.

En el último revolcón antes de dejar Estados Unidos, Bea ya no estaba. Esther, una mejor amiga española que hice en Washington pero nunca pude disfrutar allí, se había ido hace mucho tiempo, demasiado pronto. Pero tuve a Maribel, el epítome de una madre española. Si durante más de veinte años los corresponsales de EFE en Washington hemos sobrevivido al choque cultural, a la distancia, a las complejidades del sistema, a las tragedias de la vida, es gracias a Maribel. Una asturiana roca y cojín al mismo tiempo. Una de esas mujeres que mueven montañas, que van a las montañas porque las montañas nunca vienen, que dibujan la montaña si hace falta. Maribel sabe que tiene suministro de queso zamorano para la eternidad, en mi casa no podemos quererla más. Como a María Luisa. Las madres donde no está mi madre.

Una de las primeras cosas que hice en Buenos Aires fue ir a una fiesta de la embajada. Se acabó la tontería, yo no vuelvo a vivir en una ciudad sin mejor amiga española, lo tengo clarísimo. Los corresponsales son abrumadoramente hombres, muy majos, pero hombres. En medio de todas esas corbatas azules, vi el mar. Una chica morena, alta, que sonríe siempre. Hasta su pelo es alegre, rizado, está vivo. Mar tiene todo lo mejor de la españolidad. La energía, las ganas de pasarlo bien, la flexibilidad, el gusto por la gente y por compartir. Sabe cerrar las fiestas y sabe levantarse la primera con buena cara. No dice que no a ningún plan, pero cumple impecablemente con su trabajo. Lo mismo se baila Gilda contigo antes de salir a cenar, que escribe a tu lado una crónica tres horas en silencio. Mi orgullo español es reconocerme en gente como ella. Buenos Aires solo tiene río, pero yo he encontrado mis vistas al mar. Mamá, estaré bien.