Por increíble que parezca, más complicado que desentrañar el recibo doméstico de la luz es comprender el mundo de los préstamos con garantía hipotecaria. Más. Bastante más, que ya es decir.

Pretender poner nombre y apellidos al titiritero que con tanta destreza maneja los hilos de ese particular teatro de marionetas es de todo punto imposible. Saber de su poder, una quimera. Lo único seguro es que mueve a su antojo a cuantos muñecos aparecen en el escenario. Y eso, a pesar que desde Europa se pida con insistencia una reforma de la Ley Hipotecaria que acabe de una vez por todas con tanto oscurantismo y desparpajo.

Las cláusulas suelo, por citar alguno, son ejemplo de los excesos. La impunidad de las entidades implicadas, una burla para cualquier demócrata. De nada valen sentencias. De nada, que la UE se haya pronunciado en su contra por lo que tienen de abusivas. Aquí nadie se da por enterado. La banca sigue a lo suyo y quienes debieran velar por la protección de los afectados ni están ni saben ni contestan. Mientras, el legislador dormita en una jaula dorada a tiro de piedra del Paseo del Prado. O eso parece, al menos, a tenor de la inoperancia. Poco ha cambiado desde que algunas conductas en el mercado hipotecario se convirtieran en escándalo social.

Ahora le toca el turno a los Actos Jurídicos Documentados. Ya saben, ese impuesto indirecto regulado por el Real Decreto Legislativo 1/1993 de 24 de septiembre que confiere a la escritura hipotecaria carácter de documento público. No es nuevo pero, de unos semanas acá, el revuelo que se ha creado en torno a su aplicación es importante.

Sucede que el pasado dieciocho de octubre el Tribunal Supremo, modificando jurisprudencia anterior, estableció que el impuesto correspondía a los bancos. Entendía que era el prestamista quien debía soportar los gastos derivados de elevar la hipoteca a escritura pública.

La anulación del artículo que, hasta entonces, señalaba al titular del préstamo como sujeto pasivo del impuesto tuvo consecuencias inmediatas. El Alto Tribunal establecía que era la banca quien debía satisfacerlo y con su decisión dejaba la puerta abierta a miles de reclamaciones por parte de quienes lo habían pagado en su momento.

Aquella misma mañana, apenas conocida la noticia, cunde el pánico en la Bolsa. Los valores bancarios se desploman. Conscientes del impacto que el desembolso habría de tener en el sector, los inversores abandonan el mercado. Suenan las alarmas y, de inmediato, se adoptan medidas para frenar la caída de las entidades financieras.

Sucede que al día siguiente, viernes diecinueve, el Tribunal Supremo se desdice y vuelve a cambiar de opinión paralizando la aplicación de su propia sentencia. Lo hace "por su enorme repercusión económica y social" y la pospone hasta primeros de noviembre. A partir de aquí, el caos hipotecario. Tanto es así, que el 25 de octubre el propio presidente se ve obligado a pedir perdón públicamente por la inseguridad jurídica creada. Estos son los hechos. La situación es confusa. Un tanto insólita, según los expertos.

Después de los diferentes cambios de criterio, no parece que se haya llegado al final del espectáculo. Probablemente seguiremos hablando del tema, sin embargo, es evidente que en todo este embrollo hay intereses totalmente enfrentados.

Quizás, por ello, convendría recordar el Art. 117 de la Constitución. Dice así: "La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley".

Es un artículo en el que no caben dudas, preciso y claro. Convendría recordarlo, ya digo, no siendo que se olvide.