Impactaron las imágenes de miles de fanáticos barbudos del Pakistán instando a la ejecución de una cristiana acusada de blasfemia. Ver fuera de sí a esos hombres reclamando la muerte para quien, tras ocho horribles años en la cárcel, había terminado absuelta por la justicia era retrotraernos a lo más oscuro del Medioevo. Sometido a la presión de la calle, el Gobierno de Islamabad terminó cediendo y resolvió que la mujer, Asia Bibi, de 51 años, siguiera en cárcel en espera de que se revisase la sentencia absolutoria.

A la vista de lo ocurrido, conviene recordar algunos datos que a muchos les gustaría olvidar. Y el principal es que la ley condenatoria de la blasfemia contra el Islam fue introducida en Pakistán en 1986 por el dictador golpista Muhammed Zia ul-Haq. Aquel general, protegido de Washington, desempeñó un papel crucial en la guerra civil de Afganistán (1978-1992), canalizando la importante ayuda militar y económica de EE UU a los muyahidines que se habían levantando en armas contra el Gobierno de Kabul, al que apoyaban los soviéticos.

Era la época de la Guerra Fría y cualquier método, incluido el apoyo a los islamistas más fanáticos, era bueno con tal de acabar con otro régimen comunista en Asia y desangrar así a la Unión Soviética. Sin olvidar tampoco el papel que en la propagación de ese islam fanático ha desempeñado y sigue desempeñando otro gran aliado de Washington y de Occidente: la feudal Arabia Saudí.

Los saudíes llevan décadas tratando de fortalecer, a base de ayuda económica para la propagación del wahabismo, la rama más radical del Islam, a los extremistas de Pakistán, como hacen con los de otros países.

Pakistán es hoy, gracias al dictador Zia ul-Haq potencia atómica y al reino saudí no le importaría lo más mínimo que ese país se convirtiera de nuevo en dictadura.

¿Hasta cuándo seguirá Occidente tratando con guantes de seda a un régimen como el de Riad, cuya crueldad ha quedado a la vista de todos con el truculento asesinato del periodista Jamal Khashoggi? Un régimen que, apoyado por Occidente, que compra su petróleo y le vende sus armas, lleva a cabo en el Yemen una guerra sin cuartel contra los rebeldes hutíes y la población civil, a la que tiene sometida a una espantosa hambruna.