La conmemoración de los cien años desde que se pusiera fin a la Gran Guerra, aquella que quiso convertirse en una línea roja infranqueable, para acabar con todas las guerras, se ha convertido en una actualidad reflexiva. Un siglo, se dice poco. Pero hay ciertos males que parecen ser los mismos, o parecidos, una sombra acechante, una amenaza que cobra forma en la ideología nacionalista. La vieja Europa ha aprendido muchas lecciones por las malas. Pero nunca son suficientes para pensar, sentir o creer que hemos podido exorcizar todos los demonios de los conflictos y la violencia por completo. En los años 90, albergamos una guerra civil en la extinta Yugoslavia, hace unos pocos años, en la cuenca del Donetsk, todo ello configura una parte de la Europa geográfica, aunque políticamente no ha implicado en un enfrentamiento generalizado.

Un 11 de noviembre de 1918, ocho mandatorios y militares se sentaban, con gesto serio y circunspecto, en un vagón de tren en la localidad gala de Compiègne. Allí se ponía fin a casi cuatro años de guerra total y miserable, en un balance de muertos sin igual, nueve millones, en un enfrentamiento jamás conocido y de dimensiones globales. En aquel diminuto espacio se ponía significativamente fin al Imperio alemán y las potencias vencedoras se repartían sus despojos. Francia exigió unas duras reparaciones, un fuerte castigo a la potencia que consideraba responsable de los hechos. No miró más allá, no supo valorar las consecuencias.

La rivalidad y la angustia vividas fueron suficientes para no buscar una manera de no humillar a los alemanes. Sin embargo, es verdad que tuvieron una importante responsabilidad esencial en lo ocurrido. Y todo porque un anarquista decidió asesinar al heredero al trono de un imperio austro-húngaro que a la sazón acabaría desmembrado. Triste y macabra ironía. Militarismo, capitalismo, imperialismo y, ante todo, un nacionalismo exaltado en el que se creía incluso que una buena guerra de vez en cuando era saludable para la salud de la nación? Pues, nada nuevo inventaron los nazis, ni Hitler, después. Bebió, absorbió e hizo suyos esos nefastos elementos vinculados a lo que se denomina chovinismo ultramontano. El sufrimiento que padeció en las trincheras no fue suficiente lección para él.

Las ásperas lecciones de la Gran Guerra no fueron suficientes para nadie, para evitar la siguiente. Las viejas inercias ganaron a las nuevas mentalidades antibelicistas que se consideraron antipatrióticas. Pero aquella Europa salió mucho más debilitada de lo que se creía tras la victoria aliada. Los gobiernos democráticos que surgieron, tras las ruinas, no aguantaron la crisis de los años 30, provocada por el derrumbe del sistema financiero. El temor al comunismo se convirtió pronto en un aderezo perfecto para atraer a una sociedad conservadora, dando forma a los movimientos fascistas o al autoritarismo. En unos lugares triunfó y, en otros, solo se necesitó una Guerra Civil, como en España, para que lo hicieran. Mussolini lo hizo pronto gracias al favor del populismo y la debilidad del sistema parlamentario italiano y Hitler abrazó el poder de forma legal, utilizando para ellos los más hábiles instrumentos de la demagogia y la propaganda política frente a las viejas élites. Todos y cada uno de estos acontecimientos están encadenados e interconectados. No son casualidades que se han ido precipitando sin que el ser humano no pudiera hacer nada para evitarlos. Francia y Gran Bretaña, por ejemplo, no cayeron en las garras de ese totalitarismo. Y, aún así, encarnaban dos imperios coloniales sin igual, imperialistas y nacionalistas, solo su decadencia final, tras la SGM, hizo que tuvieran que abrigar la descolonización. Todos y cada uno de los países de lo que entonces era el epicentro de las relaciones internacionales y el poder económico tenían que lavar sus trapos sucios. Pero el nacionalismo sigue siendo una ideología del presente. Nunca se ha llegado a ir.

Las sociedades se han democratizado en mayor medida, no hay riesgo, o eso creíamos, de que surgiera un fascismo homicida. Pero puede que ese mismo fascismo adquiera otros registros. Los Estados se han democratizado, hemos ahondado en la dignidad y en los derechos humanos, pero no todo está resuelto. La inmigración y los problemas en el Tercer Mundo nos han afectado, y aquí es cuando para algunos se ha convertido en una amenaza externa que hay que detener. No relacionan el pasado con el presente. No se dan cuenta de que la riqueza de Europa no fue fruto de la casualidad sino del imperialismo depredador y del nacionalismo ultramontano. El primero ha mutado hasta convertirse en un imperialismo económico, no militar, y el segundo se ha transfigurado, otra vez, en un populismo ultraconservador dominante en algunos países (en otros de ultra izquierda), que pretenden volver a las andadas discriminando a la población por su origen y dando a entender que los foráneos son una amenaza.

Pero la amenaza es este nacionalismo étnico evolucionado, que busca la manera de desmarcarse de su identificación con el fascismo tradicional, pero reproduciendo unos discursos racistas y xenófobos semejantes. Una aguda crisis de identidad global, la desilusión de ciertos grupos sociales y el espejismo de un bienestar idealizado (pero egoísta e inhumano) se han alineado en este orden de cosas para ofuscarnos y creer que el ultranacionalismo es la solución. ¿Lo ha sido alguna vez? No, al contrario. Pero una parte de la incauta sociedad se deja llevar por sus miedos, creen que el rechazo furibundo a ciertas minorías y a los fundamentos del liberalismo democrático de tolerancia y respeto a las diferencias sociales, culturales o identitarios, puede ayudar a detener esta presunta decadencia. No. Solo arrastrarán por el fango nuestros valores tan arduamente conseguidos. Hoy, Europa y América despiertan recordando lo que sucedió hace un siglo, pero nadie puede evitar pensar en si podría repetirse. No lo hará de la misma forma y, sin embargo, la crueldad humana nunca se extingue.