Menuda se ha liado con la visita al Vaticano de la presidenta de la Diputación, María Teresa Martín Pozo, y del séquito que la acompañó para entregar al Papa Francisco una capa alistana. Que si se ha utilizado la visita para beneficio personal y político, que si el cortejo que la acompañaba estaba sesgado, que si el coste económico del viaje ha sido desproporcionado, que si aquello y lo de más allá. En fin, que, como suele ocurrir en muchas más ocasiones de lo que parece, nunca llueve a gusto de todos. Y con la bendita capa ha vuelto a suceder una vez más. Porque el rifirrafe que se ha montado no es nuevo: siempre que ha habido una ceremonia de entrega de la capa alistana a un político o a alguna persona de reconocido prestigio, se ha armado la marimorena. Vamos, como diría el otro: ¡la de Dios es Cristo! Y algunos, con toda la razón del mundo, pensarán que si una capa, una bendita capa alistana, ha sido capaz de levantar tan agrias polvaredas en estas tierras, ¿qué no sucederá cuando se diriman asuntos de mayor enjundia?

Siento discrepar de las voces que han mostrado su enojo por la visita al Vaticano. La capa alistana y todo lo que ella significa no ha podido tener un mejor altavoz para darse a conocer. Mi querida capa alistana se merecía eso y mucho más. Que una de las señas de identidad de una de las comarcas de España con tan serios problemas, como la despoblación, la huida de jóvenes hacia otras zonas, la crisis de la agricultura tradicional, la escasez de alternativas de empleo o las deficientes infraestructuras públicas, por citar solo unos cuantos ejemplos, haya conseguido poner en el mapa a la comarca de Aliste a través de la difusión de una prenda tradicional que, al menos entre nosotros, ha conseguido convertirse en un símbolo del patrimonio cultural de un territorio, ¿no debería haber servido para sacar pecho y disfrutar con lo que ello significa? Pues no. Hemos vuelto a demostrar que nosotros somos los peores embajadores de nuestros propios recursos. Porque en vez de sumar, nos encanta restar. Y así, claro, poco podemos hacer.

Hace unas semanas tuve la ocasión de practicar un juego de simulación sobre la importancia de la colaboración en dos escenarios diferentes. El juego lo aprendí en 2017 en un curso de formación para docentes universitarios que impartió una experta en estos asuntos. (Leerá estas líneas y se reconocerá). Me encantó tanto la experiencia que siempre que tengo la ocasión trato de aplicarla en los ambientes más insospechados que puedan imaginarse: con chavales, jóvenes o adultos, en mis clases en la Universidad o en conferencias y foros de opinión, en espacios cerrados o incluso, como sucedió este verano, al aire libre. El juego es muy simple y, sin embargo, cuando finaliza, la gente queda con la boca abierta por las lecciones y aprendizajes que pueden obtenerse. En apenas cinco, diez o quinces minutos se puede aprender mucho más que con una charla sobre la importancia de la colaboración a la hora de impulsar procesos de desarrollo local. Pues bien, la polémica sobre mi apreciada capa alistana es un buen ejemplo. ¿Aprenderemos?