Los domingos, al amanecer, él hacía su tabla de gimnasia con la ventana abierta, para que además de ventilar la estancia llegaran los sonidos de la calle, que a esa hora de los festivos suelen distinguirse uno por uno. A la vez ponía una música que no abrumara y dejase espacios entre sones, con el mismo volumen del sonido de la calle, para que convivieran. Disponía así de tres mundos en uno, o tres pistas, la de su respiración al hacer la tabla, la de los ruidos de la calle y la de la música del reproductor, cada una creyendo vivir por separado y estando a lo suyo, aunque en realidad conectadas en el sistema auditivo y en el propio cerebro que había urdido la trama. Alguna vez llegó a pensar en el misterio de la Trinidad mientras hacía esto, e incluso se dijo que si de pronto aparecía una conexión armónica entre las tres pistas gritaría ¡Dios!, para que lo oyeran los vecinos.