Me queda lejos llevar flores a la tumba de mis padres. La muerte se lleva los seres queridos. La vida te da el tiempo y te lo quita, marca las distancias, abre espacios y heridas, hasta que te conduce a la negación de sí misma en el espacio donde medró, que no es otro que tu cuerpo. Desde que nacemos empieza a mermar el tiempo que vamos a durar. Vivir es una cuenta atrás hacia la muerte. Todo va acortándose hacia esa meta que nadie quiere alcanzar. Entre tanto pedaleas por las metas volantes de alegría y de dolor. De lo último no me quejo, el dolor es amor que no llega a su destino, el dolor es un quiste benigno, lo notas ahí, no desaparece, proviene de los seres amados que se fueron antes que tu; y ese dolor lo palpas y lo tocas y te consuela en parte, porque sabes que ese alguien no se ha ido del todo. En tu sufrimiento queda lo que no puede desaparecer sino amortiguarse con el tiempo, esto es, alojarse, acostumbrándonos a ese dolor de la pérdida irreparable que nos da, por contra, la certeza de un amor perdido, pero amor, herido, desolado, distante, pero amor.

Toco ese dolor y sangro por la herida: una ventana al interior de mí, al comienzo de mí yo, en vida de mis padres; lloro por dentro como el niño que trajeron al mundo; repito aquel llanto primigenio que era signo de vida y ahora de otra vida sin ellos. Me trajeron a vivir, es mi obligación seguir su deseo antiguo, su amor hecho vida en mi.

Me queda lejos llevarle flores a mis padres, pero sé que me advierten, con ese gesto desprendido de siempre: "Por nosotros no te molestes, hijo, te plantamos en el mundo como germina una flor. La flores no tienen pies. Por nosotros no te canses". Así eran mis padres: la esencia de no estorbar, la vida hecha entrega a los suyos. Así fueron criados aquellos niños de la guerra. Mucha gente de entonces superaba el sufrimiento cotidiano porque tenía en mente otro peor: el del campo de batalla, de donde venían noticias terribles, y muchos no volvían.

Mis padres nacieron en la provincia de Zamora y descansan en la de Madrid. Por mucho tiempo, ellos en el pueblo, no podían imaginar que sus cuerpos, nacidos, criados y curtidos en páramo desarbolado, acabarían lejos de allí, en un pequeño cementerio flanqueado por encinas. Apenas salieron del pueblo antes. Ancha es Castilla, pero el campo llano del labrador era un pequeño mapa de círculos concéntricos invisibles, de pasos repetidos en la misma dirección, con radios como surcos: del campo a casa y viceversa. La torre de la iglesia es la punta del compás, como desde la esquina de España, donde escribo, lo es el faro más antiguo del planeta para los marineros. Las circunstancias adversas, contra un próspero rebaño de ganado lanar (no hay mal que por bien no venga) les lanzó a Madrid con durísimos comienzos. Allí descansan, donde llegaron huyendo de la atadura del terruño para mirarlo a distancia luego. Mis padres amaban su tierra y siguieron volviendo a ella en vacaciones: palabra de señoritos, cuando trabajaban de sol a sol y veían llegar a otros con ese lujo de asueto.

Amar también es poner tierra por medio en ocasiones, priorizando los amores, y ellos, además de huir de la adversidad, salieron tras de sus hijos.

De vez en cuando miro sus fotos de noviazgo; ella con un vestido floreado y el pelo rizado por "la permanente"; pómulos firmes, labios pintados, posando tranquila, sintiéndose guapa; él con el traje de la mili y el bigotito de moda, retratado de medio cuerpo, posa bien derecho, como instructor de reclutas que fue. De buena gana se hubiera reenganchado en el ejército si le hubieran apoyado en casa. Dos fotos disparadas al unísono, como en un duelo: el del amor que estaban librando juntos. Las fotos llevan dedicatoria de enamorados, con esa firma que escribes ilusionado sobre tu propia condena a la felicidad.

Decía que antes de mudarse de provincia apenas abandonaron la suya. Creo que su luna de miel la pasaron en la capital, en un viaje relámpago, como todo lo que había que hacer en el campo, de tanto como había que hacer. No hubo foto de boda ni boda de foto; todo muy austero y familiar, aunque mi madre solía recordar la sobremesa del banquete nupcial como una superfiesta, animada por los invitados más bromistas y atrevidos; era como decir que la etapa-prólogo ya empezaba bien. A falta de foto oficial del enlace, años más tarde encargaron una falsa, la típica de entonces enmarcada en un óvalo y realizada con la foto de novios que mencioné; el resultado: un photoshop primitivo lleno de encanto y artificio.

Ahí los miro pero ya no me miran, están de viaje en esa órbita que la forma del cuadro indica, una elipsis ya intemporal, que recuerda la de los átomos que les formaron y ellos vinieron a multiplicar. Esa foto enmarcada es ahora puro dolor, al contrario de lo que le dio origen. Miramos la foto de nuestros seres queridos que faltan y es como asomarse a un abismo, al precipicio de la ausencia, pero es el único vértigo que soporto, el miedo que no me tumba, la sangría necesaria de la pena que fluye honda como el río de un cañón, como el túnel que perforan los recuerdos más profundos. A esa mina de dolor he bajado a llorar, pero quizá cante también, por ejemplo un salmo de Miguel Manzano, para que me oigan desde el cielo, a donde mandar flores aún me queda lejos.