El Vaticano es el país mejor urbanizado y decorado del mundo, tiene a Roma de supermercado y el récord del mundo en consumo de vino, con 54 litros anuales. Eso da mucha calidad de vida a sus 800 habitantes, incluido Pietro Parolin, secretario de Estado con larga trayectoria diplomática, que recibió a la vicepresidenta Carmen Calvo para oírle decir que España quiere un código penal en el que los delitos de abuso sexual a menores no prescriban, que se revisarán los bienes inmuebles que se apuntó la Iglesia y que no permitan que se entierre a Franco en la catedral de la Almudena cuya finalización corrió a cargo de los primeros gobiernos de Felipe González, lo que le fue agradecido con abucheos en su consagración del templo por el Papa Wojtyla, en 1993.

Poco inquietará en El Vaticano lo que haga la Iglesia española con la momia de Franco, el dictador a quien tanto debe, al que legitimó su guerra como cruzada y entronizó bajo palio y del que recibió el regalo de una larga posguerra para que rigiera los usos de los hombres y de las mujeres con informes parroquiales al servicio de la policía, controlara los contenidos de los libros escolares y las revistas infantiles y juveniles, se enriqueciera con la educación privada y se situara bien en la sanidad. Ni el ejército debe tanto a Franco como la Iglesia si es verdad, como parece, que se ha democratizado en su modernización y, como es seguro, que cobra más que cuando España era un cuartel.

El franquismo fue tan católico que una parte cualitativamente importante del catolicismo sigue en el franquismo. Sus ideas más anacrónicas son difíciles de separar y sus reuniones y rituales son una fábrica de misas, lo que, en una Iglesia en retroceso, es un nicho que cuidar con una lápida céntrica.