-Voy a asomarme al poste, hija, que han tocado las campanas. Lo de asomarse no me sorprendió, porque asomarse es algo que se hace mucho en los pueblos. Uno se asoma cuando para un coche en la calle, a ver quién viene. Y también cuando la gente sube y baja de misa, a ver quién falta. Pero hasta donde yo recordaba uno se asoma a las ventanas o a las puertas traseras, pero no a los postes.

Mi abuela se asomó al poste de la esquina porque había oído las campanas, y no tocaban a misa, sino a muerte. El repicar de los domingos es alegre y rápido, y hace las veces de cuenta atrás, para que las señoras se apuren en ponerse el colorete y en apretarle el lazo a las nietas. Pero cuando las campanas tocan a muerte el ruido es seco y lento. Así que mi abuela, que ha vivido una guerra y 40 años de dictadura, sabe distinguir a la perfección los días de fiesta de los días de luto.

En el poste no había esquela, como es costumbre, pero mi abuela se encontró a la hija de la vecina: -No sabemos quién se ha muerto, pero dice mi madre que ha sido una mujer. Así ocurre siempre que el repique fúnebre termina en dos campanadas; cuando el que perece es un hombre, son tres. Y una melodía entre triste y mágica anuncia que el muerto es un niño, algo que hace muchos años que no pasa, porque los niños ya no se mueren -se apresura en aclarar mi abuela- y también, pienso yo, porque en este pueblo hace muchos años que no hay niños. Y quedan pocos para que no haya nadie con salud para subir al campanario.

El otro día oí que los niños con educación religiosa tienen menos problemas con la trascendencia, y que los que no están bautizados corren peligro de acabar en una secta. Este argumento insólito me recordó a otro que me traía de cabeza cuando era pequeña: me habían dicho que si me portaba mal iría al infierno, que debía de estar bajo el suelo, deduje yo, por oposición al cielo. Y el suelo de la casa de mi abuela tenía (y tiene) baldosas de gres, que se levantan o se rompen con una facilidad que asusta.

Así que cuando aprendía las capitales del mundo saltando encima de esas baldosas (yo fui pequeña a principios de los noventa, así que no había powerpoints interactivos) temí muchas veces que al pronunciar el nombre de países dejados de la mano de Dios, alguna de esas baldosas se abriese y yo fuera a parar a las llamas del infierno. Y yo tenía una idea muy clara de lo temibles que eran las llamas del infierno: en la iglesia del pueblo había (y hay) un retablo enorme donde unos pobres hombres y mujeres desnudos abrasándose en el fuego miran afligidos a los que están felices (y vestidos) en el cielo.

Yo no sé si he tenido más o menos problemas de lo normal con la trascendencia, pero lo que sí tengo claro es que mi educación religiosa me ha provocado algunos dolores de cabeza, empezando además por el que estaba llamado a ser la solución de todos ellos: la fe. Yo toda mi vida he querido acentuar la palabra fe, pero no se debe, así que más que un problema de credulidad lo que yo he tenido con la fe es un problema de ortografía.

Porque para creer que tres reyes que viajan en camello pueden dejar juguetes en millones de casas la misma noche hay que tener fe, pero fe con tilde en la é. Porque una fe átona no sirve. Una fe sin acento sirve, a lo sumo, hasta tercero de primaria. Hasta que abres el libro de conocimiento del medio y entonces compruebas, aliviada, que debajo de las baldosas de gres sólo hay estratos terrestres y raíces de plantas que no temen al infierno porque creen en la fotosíntesis.