Para los que hemos pasado una parte de nuestra vida bajo la dictadura del general Franco, la bandera rojigualda es (sentimentalmente hablando) la bandera de los que ganaron la guerra civil. Y la bandera de los que la perdieron, la roja, gualda y morada de la República. Sabemos perfectamente que la primera de ellas fue adoptada el 28 de mayo de 1785 por el rey Carlos III como pabellón naval de la flota española dada su mayor visibilidad frente al tradicional paño blanco borbónico. Y sabemos -o deberíamos saber- que en 1843 pasó a ser también la bandera del ejército, y luego de la nación hasta que en el segundo periodo republicano se sustituyó una de las bandas rojas por el morado que se atribuye a los comuneros de Castilla. Después, el general Franco restituyó el formato tradicional y todo el mundo entendió que esa era la bandera de los alzados en armas y por tanto la enseña del nuevo Estado fascista. Si los gobernantes de la Segunda República hubieran respetado la bandera rojigualda como hicieron los de la Primera quizás esa confusión sentimental no se hubiera producido y ahora tampoco padeceríamos el uso demagógico de ese trozo de tela ni a favor ni en contra. Pero todo eso son especulaciones.

El caso es que, muerto el dictador, los muñidores de la Transición acordaron que la bandera rojigualda era también la de la nueva monarquía parlamentaria y así se hizo constar en la Constitución que se redactó al efecto para permitir el desembarco del estado autoritario en la democracia formal. Un pacto que adquirió valor de símbolo cuando don Santiago Carrillo, por entonces secretario general del Partido Comunista, se envolvió en esa bandera para agradecer su legalización en la ventanilla de estómagos agradecidos que abrió Martín Villa en su ministerio (por cierto que, andando los años, ambos personajes acabaron como tertulianos de lujo en la cadena SER).

Llegados a ese punto, podría pensarse que el debate entre derecha e izquierda sobre la bandera que habría de representar al Estado español estaba finiquitado, pero no. Primero surgió la polémica sobre el lugar que habrían de ocupar las banderas de las diecisiete autonomías y de Ceuta y Melilla al lado de la enseña nacional (con el añadido de que muchas de ellas hubo que inventarlas a partir de cuestionables antecedentes históricos). Después vino la llamada "guerra de las banderas" que, sobre todo en el País Vasco, adquirió especial virulencia al eliminar en muchos ayuntamientos la bandera nacional que lucía en el balcón durante las fiestas por otras de la propia localidad y de Euskadi. Y cuando ya estaban calmadas las aguas, en Cataluña se inventan la estelada independentista para sustituir a la bandera del Estado y a la de la comunidad autónoma. Todo lo cual ha servido de pretexto al joven líder del PP, señor Casado, para lanzar una campaña patriotera en defensa de la bandera española. Un día de estos lo vemos cantando la conocida canción de la zarzuela "Las Corsarias": "Banderita tú eres roja / banderita tú eres gualda / llevas sangre, llevas oro / en un trozo de tu alma".