El correo electrónico, que ya se ha quedado tan antiguo como la Posta de toda la vida, sigue siendo una fuente inagotable de sorpresas para el usuario. Si antes llegaban por ese canal imbatibles ofertas para el aumento del pene o la reversión de la calvicie, ahora abundan los empleos en exóticos lugares.

El Gobierno de India, o quien lo suplante, ofrece últimamente plazas en su Ejército para quien desee enrolarse a correr aventuras en la tierra del pacifista Gandhi. Los interesados pueden escoger entre tierra, mar o aire, por más que estas promociones no tengan mucho sentido para el receptor del correo, si este es español. También aquí hay una tropa profesional que acaso ofrezca mejor paga que la India. Se ignora dónde está el truco, pero seguramente lo habrá.

Por desgracia para los ofertantes, son ya muy pocos los que utilizan el correo electrónico, tan popular no hace mucho. El WhatsApp y otras mensajerías instantáneas lo han sustituido ventajosamente, a tal punto que los e-mails parecen cosa de otra época, como las cartas manuscritas que se enviaban dentro de un sobre.

No deja de ser una lástima. En los tiempos -tan recientes, pero ya olvidados- del e-mail, apenas pasaba día sin que el buzón cibernético se llenase de atractivas propuestas que prometían cambiar a mejor la vida del destinatario. El receptor de estas propagandas recibía a menudo la notificación de un grueso premio de lotería en un sorteo para el que ni siquiera había comprado décimo alguno. Bastaba con enviar los datos de una cuenta en la que el remitente prometía el ingreso de la cuantiosa suma.

Prodigios como ese alcanzaban definitivamente la categoría de milagro cuando a cualquier usuario del correo electrónico le ofrecían unos cuantos millones de dólares -menos gastos- a cambio de facilitar su número de cuenta corriente a un ciudadano de un país de África. El donante aclaraba que su generosidad se debía a las dificultades burocráticas para dar salida a esa fortuna. Por asombroso que parezca, no faltaron gentes cándidas dispuestas a ceder su número de cuenta en el banco al desconocido que le proponía tan excelente negocio por la vía del correo.

Abundaban también las ofertas de regímenes de adelgazamiento capaces de convertir a los obesos en sílfides de magra estampa en poco más de una semana o dos. Y, lógicamente, se acumulaban en el buzón las promociones con garantía de alargamiento más o menos portentoso del tamaño del pene. Tales propuestas, que ahora siguen llegando por otros conductos de internet, sugerían -y aún sugieren- dos centímetros de estirón, que otros elevan a cuatro. Los más osados de estos comerciantes llegan a prometer al feliz usuario de su producto una trompa más grande que la del famoso Shin Chan.

La vertiginosa evolución de los inventos en materia de cibernética ha convertido al e-mail en un medio de comunicación anacrónico que ya solo parece utilizar el Gobierno indio para el reclutamiento de soldados en todo el mundo. Lo que no ha cambiado es el mercadillo de productos milagrosos y ofertas de riqueza instantánea, que ahora se asienta en las redes sociales, tan propicias a los bulos.

Son nuevas formas de los viejos trucos de feriantes, que han encontrado en la Red un modo más eficaz, universal y multitudinario de atrapar a la clientela de los buhoneros. Todo ha cambiado para que todo siga igual.