Hace algunos días volvía a subir a aquella cruz. Ya algo destartalada por el paso de tantos años, pero en plena verticalidad sobre ese montón de piedras que le hace de soporte. Piedras que unos y otros han ido dejando a lo largo de las décadas. Me refiero a una pequeña cruz de madera que colocara antaño la maestra del pueblo con los niños en lo alto del monte de Padornelo. Cuando éramos niños y en el verano jugábamos por las calles del pueblo siempre envidiábamos el hecho de que a algunos mayores a nosotros les estuviera permitido subir a la cima del monte para grabar sus nombres allí. Cuando por fin llegó el turno de subir, nos dimos cuenta de que la cima de aquel monte no estaba allí, sino más arriba. Cuestión de la perspectiva.

La perspectiva de la vida cristiana, que es vida espiritual, vida vocacional, es algo así: cuando uno mira desde abajo, desde lejos, tiene una perspectiva que cuando cree llegar a la cima de las virtudes, aún hay un camino que asciende un poco más. Cuando uno llega a postrarse en el suelo invocando a los santos y recibe por la imposición de manos la ordenación, cuando llega a esa cima, aún queda un largo recorrido hacia arriba.

Esta perspectiva es la que vio con miedo aquel joven del evangelio que le pregunta a Jesús sobre cómo llegar a la vida eterna. La primera respuesta de Jesús da esa perspectiva desde abajo, aún algo lejana. Aquel joven ya había recorrido un trecho del camino, pero entonces Jesús le muestra lo que aún debe ascender: renunciar a todo en favor de los pobres y seguirle.

La primera vez que subimos a aquel monte con su cruz destartalada y su montón de piedras no continuamos subiendo... solo habíamos calculado las fuerzas hasta allí. Con el tiempo se acaba subiendo con alegría hasta la verdadera cima.

Puede que esto sea también metáfora de la vida cristiana. No siempre conseguimos lo que nos hemos propuesto a la primera. A veces no calculamos bien nuestra fuerza de voluntad o la fuerza de la tentación y nos quedamos a medio camino. Quizá hayamos visto el final del camino, y cuando ya lo hemos recorrido nos encontramos que ese fin es el inicio de algo más grande a lo que tenemos miedo, a algo más exigente que creemos que no va a ser posible para nosotros.

Aquel joven se marchó triste porque era muy rico. Era difícil para él dejar aquello, quizá porque esperaba estar ya en la cima, y ver ese camino de ascenso le dio miedo. La pregunta que siempre me hago es si volvería a intentarlo. Ojalá se pusiera en marcha, una y otra vez, y consiguiera desprenderse de sus bienes.