El nacionalismo es el drama moral de nuestro tiempo. C. Lisón Tolosana

A las personas de este lugar todavía no nos han enseñado la diferencia entre democracia liberal y democracia participativa. Por eso creemos que ni la Carta Magna ni su bandera son herederas del franquismo y por eso creemos que fuimos nosotros y en paz quienes las elegimos. Creemos en esto porque tiene categoría de verdad. Pero no lo es.

Un día de invierno de falsa transición, los fascistas asesinaron a militantes comunistas en un despacho de la calle Atocha. Ese día nací y me acuerdo de ello porque los recuerdos a veces se construyen de formas muy raras. Aquella expresión máxima de la violencia máxima del nacionalismo más feo de la península ibérica, el español, levantó una estatua mientras se especulaba una Constitución que ya estaba moribunda antes de nacer. Una España nueva. Otra mentira más.

La idiosincrasia de la nación es la del adoctrinamiento que quiere ocultar discrepancias y modos de vivir alternativos. El capitalismo es la base. El Estado moderno el instrumento. La nación la idea. Una de las características centrales de los Estados actuales es la de poseer el monopolio de la violencia. Violencia material y violencia simbólica. Violencia a través de la posesión de los medios de socialización que reproducen estructuras sistémicas: un modelo normativo de familia, una escuela, unos medios de comunicación, una religión. Todos ellos pretenden fabricar vidas en serie con una manera determinada de ver el mundo, para poder así garantizar la preeminencia y permanencia de un sistema de creencias, valores y actitudes al servicio de un grupo pequeño de hombres, generalmente blancos, siempre ricos, más sedentarios que migrantes.

Ningún Estado-nación puede sobrevivir solamente a través de la violencia física. Pero es necesario que quede claro que existen y están activos los aparatos de represión -fuerzas y cuerpos de seguridad- por si "lo demás no funciona". Qué pena provoca comprobar también cómo los peones (soldados, policías y guardias civiles que viven las mismas vidas que cualquier ciudadano) son quienes sufren los recortes y la austeridad de las crisis imperialistas. Ellos, ellas, y no la inversión en I+D militar o las transacciones entre grandes ministros, generales y empresarios de buques, tanques y aviones. Aunque ese es otro tema.

Como digo, el Estado-nación es un proceso violento contra las expresiones de diversidad política y cultural. Constituye una de las manifestaciones más claras de etnocentrismo moral. A la vez, el nacionalismo necesita del enemigo para establecerse como verdad absoluta y última. Necesita personas que lo cuestionen, necesita Trafalgar y necesita Diada. Y esa realidad simbólica que se concreta en contradicción de imbéciles es la que no conseguimos superar porque para eso sirve la ideología: "viva España y vivan los empresarios que dan trabajo".

La nación proporciona sensación de pertenencia a un grupo, de identidad colectiva. Sin embargo, esa identidad es ilusoria por etnocida en cuanto que pretende homogeneizar todas las expresiones culturales del territorio difuso y virtual que domina. Esta ideología construye un relato en torno al Otro ideológico y compatriota que nada tiene que ver con la verdad. El Otro nunca habla. Los Otros, entre los que me cuento, traemos el peligro y la inestabilidad. Incluso la peste a través de la suciedad. Somos jauría, larva, gusano (identidades con las que prefiero vivir frente a las de individualismo, estaticismo, aristocracia, heroísmo). Vivimos aquí pero, para España, somos de fuera. La gente que cuestiona lo que se asume como incuestionable ya sabemos que es radical -nunca entendida radical como la que va a la raíz del problema- y una de las estrategias para desacreditar a quien contesta el ideario dominante es demonizarla atribuyéndole carácter de violenta. Paralelamente, en un ejercicio supremo de cinismo alienante, el Estado-nación elabora su discurso pacifista mientras organiza una fiesta para alardear de ejército. La nación no quiere violencia, por eso se queda con ella y la utiliza. Cada doce de octubre gastamos cientos de miles de euros en sacar hombres y armas a pasear por las calles para demostrar quién manda y quién decide en última instancia.

La nación ha desprovisto al individuo de su comunidad material, lo ha aislado en una conexión abstracta que nada tiene que ver con sus intereses y la vida vivida desde su cuerpo en relación. Sin embargo, las identidades primarias, locales, son al menos revolucionarias en potencia. Cada una de las personas que vivimos en España y sus barrios tenemos la oportunidad de decidir qué camino. Es verdad que la estructura estatal que nos piensa, nos dice, nos educa, nos conforma, nos penetra, también nos cierra muchas opciones. Pero tenemos capacidad de acción, posibilidades. España mira siempre y solo al pasado que escriben los victoriosos a base de héroes masculinos conquistadores; los menos. El barrio es un proceso histórico con conciencia de presente que decidimos nosotras; las más. Por eso las niñas y los niños salen a jugar a la calle aunque haya selección española y mundial. Por eso las niñas y los niños conocen una verdad oculta que se expresa en tres palabras y descoloca: España no existe. En algún momento dejaremos de permitir que contesten por nosotras a la pregunta ¿quiénes somos? Ese tiempo abrirá una realidad mucho más divertida que el discurso aburrido del hueco y triste y violento día de la hispanidad. A ver si este doce de octubre empieza a llover. Para que no salgan aviones de combate y salgan setas. Para que no siga sucia la plaza.