Va y viene, de derecha a izquierda, de forma acompasada, mientras la vista lo sigue con una mirada intermitente que llega casi a marear, hasta que deja de llover y el roce con el cristal hace que surja ese ruido característico que produce la goma de la escobilla al deslizarse sobre una superficie seca, sin lubrificación alguna. Eso suele suceder con el limpiaparabrisas, mientras se conduce un automóvil, pero también cuando uno pretende enterarse de las cosas, y mira a un lado y al otro, y al final todo discurre tan deprisa que apenas sí da tiempo a decidir qué es lo que más conviene. Menos mal que cuando esto sucede, en algún momento surge algo equivalente a lo del limpiaparabrisas, y el ruido rompe el ensimismamiento, de manera que uno puede centrarse en el problema, sin llegar a marearse con ese ir y venir o con ese ritmo de derecha a izquierda. En esos casos, se opta por elegir al aliguí, o se activa el conmutador del cerebro para dejar fuera de servicio el exceso de información. Y así se queda uno a gusto, porque, al fin y al cabo, hay veces que no hace falta ir de un lado a otro en busca de lo mejor, porque lo tenemos al lado.

Los limpiaparabrisas de los coches actuales se ponen en marcha o se paran ellos solos, ya que son capaces de detectar la presencia de agua, pero lo que no pueden discernir es si está lloviendo o no, porque siempre podrá haber alguien que esté vertiéndola sobre el cristal de manera manual. De manera que nada es infalible, aunque esté bien pensado y mejor diseñado, porque siempre habrá alguien que sepa buscarle la segunda derivada.

Las compañías de seguros insisten en que suscribamos el suyo, porque nos va a salir más barato que el de la competencia; las grandes superficies aseguran que su precio es imbatible; los grandes almacenes ponen en mayúsculas sus rebajas como las más agresivas; y los partidos políticos juran y perjuran que cuando gobiernen van a ser buenos y a no dejar que se les pegue la miel en los dedos. Pero vaya usted a saber quién de ellos dice la verdad, o quién miente menos, que para el caso es lo mismo. Todos esos eslóganes se presentan en color por tecnicolor y envueltos en celofán, y a ver a quién no le ha pasado alguna vez, que dejándose llevar por tal resplandor, ha llegado a creérselo.

De ahí que haya que ir pensando en cambiar los hábitos y tratar de catar aquello que se nos ofrece, como solemos hacer con las sandías, cuando insistimos en saber si están rojas o de color rosado por dentro, porque el color verde de la cascara no es suficiente garantía para estar seguros que están para ser comidas.

Mismamente, el otro día empezó a salir agua por debajo de la puerta de la ducha, y pude ver que la junta de estanqueidad estaba rota. Cuando la quité para llevarla como muestra y comprar otra igual para sustituirla, vi que no se había inutilizado por casualidad, sino porque la puerta estaba pésimamente montada en origen, de ahí que el perfil de goma hubiera sufrido más de la cuenta. Pero esa chapuza solo pude verla a toro pasado, ya que se encontraba oculta.

Algo parecido me está ocurriendo con los amortiguadores del coche, que, sin saber por qué, me los tienen que cambiar cada dos por tres, y eso no parece que sea lo normal. Pero claro nunca me he tirado en el suelo, ni he mirado desde un foso para comprobar en que consiste tal misterio, aunque cualquier día de estos tendré que llegar a hacerlo.

Otra cosa que, desafortunadamente, ya no nos llega a sorprender son los errores en las cuentas de algunos restaurantes cuyo resultado final va siempre en contra del cliente, bien porque se ha colado una botella más de vino o por aparecer una ración de algo que no has pedido. Así que de un tiempo a esta parte siempre reviso la cuenta, al menos en lo que los conceptos se refiere, para no llevarme sorpresas.

Si nos centramos en los recibos del agua y de la luz, veremos que, cuando las compañías no revisan los contadores, aparecen unas cantidades estimadas difíciles de justificar, y si tienes un contador de los modernos te endiñan un cálculo por tramos o por la fluctuación de la oferta y la demanda que no hay quien pueda entenderlo. También son dignas de colocar en un expositor esas invitaciones que hacen determinadas empresas para que vayas a un hotel donde dicen que te van a regalar una tele por el mero hecho de asistir a la presentación de una colección de libros de cocina, o una batidora de dos tiempos, pero, sorprendentemente, sigue acudiendo la gente.

De manera que lo de vigilar para que no te metan un puerro debería ser una de las prioridades que deberíamos imponernos, ya sea el mes que viene, o el año próximo, o alguna vez en la vida, porque, mayormente, las cosas que vamos chequeando nos suelen sorprender con más de un chasco.