Durante la semana que hoy acaba, un artículo de la columnista de LA OPINIÓN-EL CORREO DE ZAMORA, Cristina García Casado, en la que reflexionaba sobre la emigración en la provincia se convirtió en un fenómeno viral a escala zamorana. El artículo profundizaba sobre la realidad diaria que vive una generación, joven, de zamoranos, "para la que quedarse (en su tierra) nunca fue una opción".

En las palabras de la periodista, que ha trabajado de cerca en destinos anhelados por otros jóvenes que aspiran a lo que, desde fuera, podría interpretarse como "triunfo profesional", se reflejaban las contradicciones y los anhelos de muchos zamoranos de la diáspora, más allá de la mera nostalgia. Muchos de los comentarios recibidos en la edición digital del periódico, o a través de las redes sociales, contenían un mismo nexo: a la juventud zamorana se la educa para que emigre. Son pocas las oportunidades que su tierra ofrece, eso es cierto, pero son aún menos quienes resisten los cantos de sirena que ofrecen las grandes metrópolis. Un mundo lleno de posibilidades laborales y sociales en el que sueñan con alcanzar una meta que siempre vieron, porque sus mayores también contribuimos a enseñárselo así, más allá de las fronteras provinciales.

Pasado el tiempo suficiente para que esos jóvenes hayan alcanzado plena madurez como personas y como profesionales surgen las contradicciones y, en ocasiones, despiertan súbitamente del sueño de la gran ciudad: precariedad en el trabajo, sueldos que apenas les dan para vivir en lugares donde los costes son mucho mayores. Incluso, por qué no, la soledad que es la compañera habitual desde hace siglos con aquellos que emigran de la tierra que los vio nacer. "Las ciudades sin aceras no nos parecen aceptables: nosotros siempre fuimos al colegio andando. Es un estilo de vida, una vida sencilla", exponía García Casado. Los sentimientos no son muy distintos a los que experimentaron, en su día, los primitivos indianos, o aquellos que marcharon rumbo a Alemania o Francia en los 60 del pasado siglo, sin formación, sin conocer el idioma, asomados al abismo por obligación. La diferencia sustancial es que esta nueva generación -vamos a denominarla, quizá injustamente porque el término se queda corto-, de nostálgicos, la forma un colectivo plenamente capacitado, educado, con conocimiento de varios idiomas. Es nuestra élite la que se encuentra en el destierro y la que expresa el deseo de volver a un estilo de vida que, paradójicamente, se va convirtiendo en tendencia en los países que nos aventajan en economía, pero, sobre todo, en educación: Zamora es una "slow city" a poco más de una hora de Madrid. La calidad de vida a es nuestro mejor capital, pero aún no hemos aprendido a venderlo.

Cuando estos jóvenes regresan un fin de semana o en vacaciones a recuperar ese estilo de vida añorado, ese arropamiento familiar que es virtud y maldición, al mismo tiempo, de las ciudades pequeñas, se encuentran con una Zamora en estado comatoso, que algunos dan ya por muerta a la vista de las terribles estadísticas que certifican nuestra decrepitud en cada recuento oficial.

Existen, por así decirlo, dos Zamoras. Una, la que se encuentra dispersa por el mundo, anhelante, que se pregunta cómo volver y qué hacemos quienes aún resistimos aquí para no diluirnos entre la hojarasca como el Macondo abandonado de García Márquez. La segunda Zamora es la que aún da vueltas sobre sí misma en busca de soluciones para salir de la UCI socioeconómica. De nuevo, en la gala anual de los premios de la Fundación Científica de Caja Rural, una de las premisas fue recogida en el discurso del director general, Cipriano García, quien llamó, una vez más, a la unidad más allá de "banderas y colores" para trabajar por el porvenir de una provincia que tiene la obligación de ofrecer a sus generaciones futuras la opción de quedarse aquí, como reclamaba la columnista. El proyecto Zamora 10, que reúne a más de 200 empresarios de la provincia va tomando forma en iniciativas de calado como esa futura Escuela Nacional de Industrias Lácteas aprovechando la hegemonía zamorana en la producción de ovino. Pronto se celebrarán unas jornadas del sector con participación internacional que ayudarán a colocar aún más a Zamora en el mapa de la agroalimentación. Las instituciones, con las que no han faltado desencuentros y tiranteces, parecen haberse tomado en serio sumarse a la iniciativa. Si esta vez será verdad lo de abandonar banderas y colores por un objetivo de interés general lo veremos más adelante: estamos solo a poco más de medio año para las elecciones municipales y autonómicas, si antes no se produce un adelanto de las generales.

Pero entre los empresarios que el viernes se dieron cita en la gala de Caja Rural la tónica general se acerca más al pesimismo que a la esperanza. Otro síntoma inequívoco de ese abatimiento es lo que ha costado la elección de un nuevo presidente para la Cámara de Comercio porque nadie se atrevía a dar el paso adelante y la exposición pública que ello conlleva. Y no ha sido ningún joven emprendedor el que va a ocupar el nuevo cargo, sino un industrial experimentado y mentor de grandes realidades también dentro de la agroalimentación. Tiene una ardua tarea por delante Enrique Oliveira para deshacer la barrera que hoy separa esas dos Zamoras y que representan dos visiones diametralmente opuestas de una misma provincia.

No solo se pueden y se deben impulsar proyectos que creen puestos de trabajo y, por tanto, que contribuyan a fijar esa población que se nos escapa. También hay que procurar que otras firmas pongan aquí sus ojos, aunque sea solo como sede virtual o que lo hagan sus trabajadores como lo hicieron en su día quienes dejaron Madrid por Ciudad Real para cubrir diariamente esa distancia mediante el AVE. A cambio encontraron los precios y las bondades de una "slow city". Una Zamora acogedora para que todos, zamoranos o no, tengan la opción de elegirla como lugar de residencia.