Vaya por delante una pequeña confesión pública: me gustan los experimentos y los juegos de simulación. Siempre que puedo y la ocasión es propicia, trato de ponerlos en práctica en múltiples ámbitos de la vida cotidiana, aunque, de manera muy habitual, en la docencia, tanto en la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de Salamanca, como en las distintas sedes de la Universidad de la Experiencia (Zamora, Benavente, Toro) o incluso cuando me llaman para ir a dar conferencias o talleres sobre los temas que habitualmente me interesan, que son muchos. Las lecciones y los aprendizajes que se pueden obtener con un experimento o un juego de simulación a la hora de explicar o trabajar cualquier tema que a usted se le pueda ocurrir ahora mismo (supongamos: violencia de género, acoso escolar, botellón, participación ciudadana, desarrollo local, relaciones intergeneracionales, etc.) son de tal calibre que solo se aciertan a descubrir cuando uno los vive o experimenta directamente. Son momentos inolvidables que dejan huella.

Como digo, suelo utilizarlos en mis clases. En las últimas semanas ya he practicado dos juegos de simulación. El primero se titulaba "Jugar a ser iguales y diferentes". Quienes hayan pasado por mis clases y lean esta columna es posible que se acuerden de lo que viene ahora. El juego, que está inspirado en una iniciativa de Manos Unidas, de quienes he aprendido y sigo aprendiendo tanto, trata de poner ante el espejo a un grupo de personas que comparten determinados gustos, aficiones o que proceden de localidades idénticas pero, que sin embargo, se diferencian en otros aspectos. La dinámica consiste en ir agrupándose, en distintas fases, según determinados criterios de clasificación. Lo importante es que se hagan grupos bien visibles y distanciados según los patrones fijados. Entonces se observa algo curioso aunque esperado: los grupos cambian y quienes antes estaban en el grupo A ahora pueden encontrarse en el B, C o D. Y así sucesivamente. Al final hay que reflexionar y compartir lo que se ha visto, vivido y experimentado.

Y el segundo lo hice el martes. Lo he titulado "Abrazos" y aún está por rematar. El juego, aunque aparentemente es simple, suele dejar desconcertados a los protagonistas. Lo comprobé el otro día cuando, al finalizar la clase, les dije que, antes de abandonar el aula, debían abrazar a algún compañero o compañera que nunca hubieran abrazado. Cuando escucharon mi instrucción los gestos de sorpresa inundaron el aula. Incluso alguien manifestó públicamente que solo se dejaría abrazar por quien ella quisiera. Sin saber muy bien el contexto ni el perfil de mis estudiantes, hagan el esfuerzo de imaginar qué sentido puede tener un juego de este tipo en un aula. Imaginen también si algo similar podría realizarse en otros ámbitos; por ejemplo, cuando acudimos al fútbol, vamos al bar de la esquina o asistimos a una reunión de la asociación de vecinos. Aunque me quedo con ganas de compartir la lógica de este experimento, hoy voy a ser malo. Sí, muy malo. Prefiero que sigan reflexionando y tal vez se lo cuente dentro de siete días. ¡Chao!