El tiempo a las espaldas no pesa tanto como dicen, más pesan los olvidos y el dolor de las pérdidas. Noto que la memoria empieza a fallar. Nada grave, de momento, entro en la estadística. Pero hay cosas que no se escapan por el desagüe del olvido, a Dios gracias, como la fiesta de mi pueblo; aunque siendo precisos, y a decir verdad, es la fiesta devocional de muchos colindantes y no tan próximos. Me refiero a la que se celebra en honor del Santísimo Cristo de Villarrín de Campos. Es la fiesta local pero concita y congrega la santa imagen a multitud de devotos de las comarcas de Campos-Pan, que desde siglos se acercan a compartir fiesta y fe, alegría y oraciones, como ya lo hicieron de manera oficial, en 2010, los 28 municipios que desde antiguo, se sienten bajo el patrocinio de la sagrada imagen, en la celebración del 550 aniversario de su transformación milagrosa.

Decía que el evento festivo no se me despinta, por razones de origen que con orgullo conservo, pero además vivo en una esquina de España donde la Cruz es un símbolo muy frecuente en veredas y caminos; estoy hablando de Galicia y sus famosos "cruceiros". Alguno, como el de Hío ( Pontevedra) no se reduce a la imagen de Crucificado y su Madre dolorosa sino que muestra un conjunto de figuras, de artística cantería, relacionadas con la pasión y en concreto el descendimiento.

En mi pueblo tenemos al Cristo con capilla propia donde le vemos ricamente vestido, aunque no por ello se ocultan las mortales heridas de la crucifixión. Es una talla verdaderamente impresionante y lo único que parece indemne al terrible suplicio es el pelo que le cae en melena abundante junto al llagado pecho.

Fiesta de varios días que en mis tiempos de niño parecían no llegar tras el largo verano de siega y trilla, más luego la limpia del grano, con la carga de costales consiguiente, y por fin el empajado. No es de extrañar que la fiesta nombrada llegase como premio merecido a tanto inimaginable esfuerzo, con la visión de lo rápido y mecanizado que todo va hoy. Era ese fin de semana, prolongado hasta el lunes, el remate festivo de tanto laboreo en tiempos que el domingo, era manifiestamente escaso para descansar. La fiesta del Cristo nunca fallaba aunque lo hicieran las menguadas cosechas. No pocas de ese cariz hubo, así como plagas o primaveras de sequía extrema. Pero el Cristo seguía allí en su trono de dolor aguardando a los devotos incondicionales, a los atados, como Él, a un destino bien sufrido como era el campo, cuando todavía se trabajaba de sol a sol.

La fiesta era eso, la celebración de la cosecha, tanto de grano como de esfuerzos y sudores sin cuento y por supuesto el olvidar por breve tiempo la diaria cazuela de sopas de ajo y el cocido de garbanzos.

La tradicional novena era, y es, el arranque moderado y devoto de las fiestas que, como decía, recogen y atraen a gentes de las dos comarcas hermanas donde la agenda del trabajo diario se plagia por encima de lindes y raya. En ellas se hace realidad la palabra sagrada por excelencia: el pan del "Padre nuestro" y el pan del Sacramento. Campos-Pan y viceversa. Un bucle de palabras, un dúo necesario e imprescindible para ese alimento básico y sagrado.

Ya son fama en el contorno los fuegos artificiales con los que arrancan las fiestas, dando así visibilidad y aviso de alegría, de baile y diversión para grandes y pequeños. Los días siguientes, otro ruido más acompasado y melódico: el de las altas campanas, con anuncio de misa y concierto, se extiende por el llano con los toques tradicionales de día grande y celebración.

La fiesta, como decía al principio, tiene ese sello indeleble en el recuerdo y año tras año se siguen repitiendo las primeras experiencias festivas que uno archivó en la infancia: el ruido espectacular de los fuegos, el alegre repique de las campanas, y el sabor del arroz con leche (de oveja), tras un guiso de cordero en tartera de barro.

El último domingo de septiembre llega con el fin del verano, el comienzo de una nueva estación y el repetido rito festivo. No hay fecha fija. El Cristo, sigue clavado allí, a pesar de los cambios y de los seres queridos que faltan porque les tocó marchar de esta vida; de ellos heredamos tradición y devoción, que la fiesta patentiza. Es la bendita imagen, nuestro santo y seña, lo que representa nuestro dolor y nuestra condición pasajera por este valle de lágrimas. Mientras tanto, en los días nos quedan días por vivir, también el Cristo de los afligidos nos invita a celebrar la vida con

alegría. Las penas con pan son menos, dice el refrán, y las fiestas con fe, añado, son más fiesta, si cabe. En Villarrín se demuestra.