Enmanuelle Macron le dijo a un horticultor en paro que era capaz de encontrarle un trabajo sólo saliendo de los jardines del Elíseo y cruzando la calle porque hay decenas de hoteles y restaurantes donde contratan camareros.

Es posible que el horticultor prefiriera que el presidente de la República Francesa dedicara un pedazo de jardín del Elíseo a huerto del que sacar productos de proximidad para esos restaurantes en los que quizá le aceptaran de camarero, todo eso sin cruzar la calle, y es seguro que Macron carece de la más mínima sensibilidad a lo que le está sucediendo a una parte de los franceses porque así educa la banca Rothschild.

Europa se centra en identificar a la extrema derecha con la xenofobia (lo que es fácil) pero gran parte del voto que recogen los nacionalistas racistas no tiene tanto miedo ni asco al inmigrante como enfado con la globalización que derruye su mundo de siglos y derrota su modo de vida que es mucho más rico que los beneficios económicos que produce.

Es útil que se señale la xenofobia (porque repugna) pero, sobre todo, porque distrae de la búsqueda de alternativas a un mundo que se plantea como inevitable en el que la alegre soberbia de los liberales y la severa fe de los tecnócratas desplaza a empujones hacia la extrema derecha a votantes que creen encontrar comprensión en el discurso emocional fascista.

Enmanuelle Macron quizá sea la última oportunidad perdida de Francia. Ya van tres elecciones presidenciales en las que cualquier candidato sirve y es bueno para evitar la victoria electoral de la extrema derecha francesa. Aunque le quede por usar el comodín de la coalición, Francia lleva mucho tiempo asomada al abismo donde ya vive mucha Europa.