El barrio de Olivares vivió el jueves una noche clara, luminosa y, sobre todo, serena y tranquila porque por todas las esquinas se respiraba paz y armonía entre las gentes que allí acudieron. Es lo que ahora llaman buen rollito, que hace que todo el mundo se sienta a gusto en una noche apacible de cante flamenco.

En alguna ocasión he comentado que el barrio de Olivares mantiene similitudes con Triana, pues este barrio sevillano dio cobijo a siervos y esclavos en la época romana, de ahí su nombre Triana, La Trajana, dependiente de Itálica famosa, en palabras de Rodrigo Caro. Olivares también recogió a siervos fundamentalmente de la Iglesia, aunque mi buen amigo José Manuel González Matellán nos intentaba hacer ver el martes desde La Opinión de Zamora que el origen del barrio se remonta a la época visigoda y en él vivían los siervos de un tal Oliba, lo que daría origen al nombre. Sea como fuere, Olivares acoge, y así aparece recogido en la historiografía medieval, a siervos, labriegos y artesanos, sobre todo ceramistas creándose una Puebla con personalidad propia. Ambos barrios se encuentran bañados por dos ríos con vida propia, el Guadalquivir o Río Grande y el Duero o Río Duradero, ambos han mantenido una fuerte tradición artesanal y ceramista. Son muchas las afinidades.

Incluso en el cante, pues Triana acogió a la gitanería representada por los Cagancho y en Olivares se asentaron los Botines, encabezados por el patriarca, excelente gitano, hombre cabal, respetuoso, buena persona, con el que siempre mantuve una amistad cordial. Cuántas noches de vino y cante en el Rincón del Pescador con Botines y su familia y mi compadre el Rafi, gitano de fino perfil, y que tantas veces me hicieron crujir las carnes.

Por todo esto, la noche del jueves en Olivares fue para mí especial. La cariñosa presentación de Concha San Francisco, el inicio de la nueva andadura de Toño Regalado, antiguo alumno, gran aficionado y sobre todo amigo, al que vi nacer y del que he seguido sus pasos de buen aficionado, sin ojana y al que deseo larga vida flamenca. La noche tenía muy buenos ingredientes. Antonio Carrión destacó sobre todos por su profesionalidad y buen hacer. En su toque por bulerías nos insinuó que a los maestros no hay que olvidarlos e hiso sonar acordes fundamentalmente de Ricardo, de Melchor y de Diego, con su impronta personal, algo que no es incompatible. Al final, me sorprendió su cante por bulerías, cargadas de sabor jerezano.

El resto del festival tuvo más voluntad que arte. Lo inicia el almeriense José Salinas, buen lutier además de cantaor, que cantó soleares, tientos, alegrías y fandangos. Su voz impostada no permite el lucimiento, pero agradó a un sector del público lo que justificó su presencia. Manuela Cordero es una cantaora con más oficio y con tablas y eso se nota a la hora de enfrentarse al público. Sabe conectar con él, con lo que se abre un camino que algunos artistas con más calidad no saben hacer. En el recital hizo un recorrido por los lugares en los que ha vivido y han influido en su vida: Cádiz con sus tangos y alegrías salineras, adornadas con alegrías de Córdoba; soleares trianeras en honor a Sevilla; cuplés por bulerías de corte utrerano, y por último en este recorrido vital Huelva con sus fandangos del Alosno. Convenció a un público mayoritario y contribuyó a que la noche fuera más agradable. Al final, un fin de fiesta por bulerías con todos los artistas, a la que se añadieron una señora y una niña que supongo que pertenezcan al entorno familiar de los artistas, que contribuyeron a redondear la noche flamenco.