No sé si los sucesos protagonizados por los independentistas catalanes deben tipificarse o no como rebelión, subversión o algún otro delito de lesa patria. Los tribunales extranjeros que tuvieron que decidir sobre la extradición del expresident Puigdemont consideran que no hubo rebelión ante la supuesta ausencia de violencia física por parte de los rebeldes, algo con lo que no están de acuerdo los nuestros. Doctores tiene la Iglesia, pero si de algo puede acusarse con certeza a los líderes independentistas y sus secuaces es de haber acabado con un bien tan precioso como es la convivencia entre sus conciudadanos.

Desde que se produjo lo que algunos llaman golpe de Estado independentista, e incluso antes, la sociedad catalana está dividida. Lo vemos con los lazos amarillos que unos colocan y otros quitan, con las disputas callejeras, con el distanciamiento entre parientes y amigos, con el carácter furibundo de muchas discusiones. Podremos debatir hasta la extenuación sobre quién es el responsable: unos dirán que fue la obstinación del Gobierno de Rajoy, que optó por judicializar el conflicto en lugar de intentar resolverlo políticamente. Otros lo atribuirán a la irracional cerrazón de los independentistas, que optaron por una fuga hacia adelante sin tener en cuenta a la mitad de su pueblo que no pensaba como ellos. Unos y otros tendrán su parte de razón, pero nada de ello ayuda a resolver un problema que está enquistado.

La derecha, tanto el rígido PP como el voluble en tantos temas Ciudadanos, ha encontrado un filón en la crisis catalana para desgastar al Gobierno de Pedro Sánchez. Y los independentistas catalanes seguirán instalados en su absurdo victimismo, acusando a Madrid de no respetar el voto democrático de aquel pueblo y haber recurrido a la violencia policial para silenciarlo.

La larga estancia en prisión preventiva de los líderes catalanes que, a diferencia de Puigdemont y otros, no tuvieron la astucia -muchos dirán "la cobardía"- de huir al extranjero, no ayuda a resolver el problema por cuanto alimenta la demagogia independentista, sobre todo de cara al exterior. Y los medios, algunos medios, en lugar de atemperar los ánimos, sólo buscan irresponsablemente atizar el conflicto.

El Gobierno socialista se ve así con apenas margen de maniobra, atenazado como está por las críticas constantes de PP y Cs, que no le perdona la forma en que llegó al poder, y por una opinión pública cada vez más harta de la sinrazón del fugado Puigdemont y de los suyos.