El señor Carles Puigdemont, de oficio expresidente -que lo de periodista cuela cada vez menos-, ha presentado ante la justicia belga una demanda contra el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena en la que el exhonorable acusa a España de ser un "Estado delincuente". Vaya novedad. Todos los estados, pronto o tarde, caen en la comisión de algún delito y los peores de todos son los cometidos, de la manera más oculta posible, por lo que se conoce de manera coloquial como las cloacas estatales. Estamos tan acostumbrados a hablar de ellas que ni nos tiembla el ánimo al ir a ver una película del Agente 007, cuya condición más aireada es la de que cuenta con licencia para matar así, en general y sin necesidad de cautela alguna. Pero incluso saliendo del vertedero, los delitos aparecen a cada poco así que conviene precisar quiénes son sus autores. Porque, ¡ay!, la acusación del señor Puigdemont contra el Estado en su conjunto no deja de ser un brindis al sol, con detalles tan curiosos como divertidos habida cuenta de que el propio demandante es ciudadano español y en sus correrías bajo el disfraz del exilio usa la documentación reglamentaria, pasaporte y carné de identidad sin que parezca afectarle demasiado la manera como él mismo se englobaría en tal delincuencia generalizada.

Pero en realidad la demanda belga va contra un juez, por extensión contra el Tribunal Supremo e imagino, aunque no la he leído, que contra el Gobierno en aquello que hace a su intervención en las causas penales abiertas contra los protagonistas de la declaración de la independencia de Cataluña llevada a cabo, aunque no queda claro si en serio o en broma, el día 30 de octubre del año pasado. Supongamos, por respeto al propio Puigdemont y a sus colaboradores, algunos en una lamentable pero lógica prisión preventiva, que la cosa iba en serio. Es más, imaginemos que nació en ese mismo momento, el 30 de octubre de 2017, la república catalana como Estado propio, por más que no se sepa de ninguna consecuencia práctica de tal proclamación más allá del procesamiento de sus autores. De ser así, nos encontraríamos con un ejemplo espléndido de Estado delincuente, toda vez que lo sería desde el momento mismo de su llegada al mundo. Que, por añadidura, se tratase de un Estado mentiroso -¿habría que recordar lo de la pertenencia automática a la Unión Europea?- y autoritario -con episodios continuos de olvido de las normas parlamentarias y de los derechos de la oposición- es lo de menos. Lo genial es montar un Estado por la vía de la ignorancia de todas las leyes previas y ninguna nueva que las sustituya. Se entiende la demanda belga como modo mejor de intentar que se olvide toda esa sarta de delitos que, a falta de instituciones y personas que den la cara, habría que atribuir al nuevo Estado en su conjunto. Con la duda acerca de si Tabarnia estaría incluida también en la delincuencia naciente o si, por la vía del sarcasmo, se salva.