Ha causado cierto revuelo la noticia-filtración-rumor de que el gobierno va a sacar a la luz la lista de los bienes de la Iglesia, entre ellos los inmatriculados (registrados por primera vez) desde 1998, año en el que una reforma de Aznar permitió a los obispos inscribir como de propiedad eclesiástica templos, inmuebles, tierras, etcétera que hasta entonces, siglos y siglos, eran de dominio público. Para inmatricularlos no hacía falta más que la palabra del inmatriculador, o sea del obispo. No se le pedía ni un solo documento que demostrara que aquel bien era suyo. Y todo se hizo en secreto, sin que los ciudadanos, creyentes o no; devotos o escépticos, supieran que aquella ermita que creían suya y en la que celebraban romerías y novenas a la patrona había cambiado de manos. Ya no era un bien común, de todos; ya tenía dueño.

El caso más llamativo ha sido el de la mezquita-catedral de Córdoba, el tercer monumento más visitado de España, una joya patrimonio de la Humanidad desde 1984. El obispado la puso a su nombre el 2006 por la cantidad de ¡¡¡30 euros!!! Ahora cobra a diez euros la entrada a los miles de visitantes. Según las estimaciones de entidades que se oponen a lo ocurrido, en España se han producido desde el aznarazo del 98 entre 30.000 y 40.000 inmatriculaciones. Hay quien calcula que son muchas más porque no existen datos fiables. Ni la Iglesia ni, hasta ahora, el gobierno central ni los autonómicos han dicho esta boca es mía. Pero existen pistas muy reveladoras. Por ejemplo, el Gobierno de Aragón realizó el año pasado un estudio que mostró con datos de 22 de los 43 registros de la propiedad que los obispos inscribieron a nombre de la diócesis en veinte años al menos 1.751 propiedades.

A la vista de esto y de los temores que suscitan en muchos-¿qué habrá pasado con la iglesia de mi pueblo?-, parece lógico que se haga pública la lista y que cada cual sepa a qué atenerse. Pues hay quien no lo ve así y que está poniendo peros. ¿Por qué?, ¿qué problema hay en que se conozca lo sucedido? Desde la Conferencia Episcopal se dice que todo debe hacerse "conforme a la legislación vigente y siempre que opere el principio de no discriminación". Y yo me pregunto: ¿operó este principio cuando los obispos inmatricularon en secreto bienes y más bienes y no solo religiosos, sino, incluso, la plaza mayor de un pueblo, como sucedió aquí en Zamora?, ¿por qué ese miedo a que se sepa lo ocurrido desde que Aznar tuvo a bien reformar la Ley Hipotecaria de 1946, que, curiosamente, permitía a los obispos inscribir cualquier bien? excepto los templos destinados al culto. La reforma del 98 también dio luz verde a la inmatriculación de estos lugares, es decir la ley de Aznar fue, para los obispos, más permisiva que la de Franco.

El anuncio-filtración-rumor del gobierno no solo ha levantado cierta polémica, sino que ha despertado mucha curiosidad. A casi todos nos gustaría saber en qué situación se halla la iglesia de nuestro pueblo, tal convento o monasterio, a quién pertenecen esos preciosos humilladeros situados en los caminos o los cruceros o los antiguos hospitales? Yo, por ejemplo, quisiera conocer si la Iglesia ha puesto a su nombre la ermita dedicada a la Virgen del Tránsito que mandó levantar (y costeó íntegramente), a finales del XIX, un hermano de mi tatarabuelo Joaquín emigrado a Puerto Rico. Se llamaba Pedro Toribio y también pagó de su bolsillo la construcción de las escuelas en las que nos hemos desasnado a lo largo de más de un siglo cientos de chicas y chicos de Guarrate. Todavía se conservan algunas cartas entre Pedro Toribio y el entonces alcalde del pueblo y también los sellos de las misivas que llegaban desde Puerto Rico, aún colonia española, con instrucciones, petición de información y todo lo relativo a las obras de la ermita, que se erigió en terrenos cedido para tal fin por el marqués de Santa María Silvela, dueño y señor de todo el pueblo, incluido el suelo de las casas.

Las preguntas son obvias: ¿qué aportó la Iglesia en la construcción de la citada ermita?, ¿qué derecho, legalidad discutible aparte, tiene el obispado para ponerla a su nombre y dejar al pueblo sin la propiedad, al menos simbólica, de uno de sus edificios más emblemáticos y queridos por los vecinos.

Estas preguntas también se las pueden hacer todos ustedes, cada cual con su caso concreto. Y añadir una pequeña observación: no parece muy de cristianos ni en consonancia con la doctrina de Jesús registrar a tu nombre lo que no consta que sea tuyo. Al menos, eso aprendimos en el Catecismo.