¡El inmigrante V.S. Naipaul se despachaba contra un barco "con tal cantidad de inmigrantes, que estoy contento de viajar en primera". Se sentía superior, ni siquiera tomaba la precaución de preguntar si le admiraban. Fue un cascarrabias, varias leguas más allá del Canetti que impersonaba la voz de su sirvienta para anunciar que el señor no estaba en casa. O que resumía "Ese libro me dio asco", sobre el "Holoceno" de Max Frisch.

En los tiempos en que la promoción de un libro es el mayor ejercicio de degradación imaginable, cuesta imaginar que autores insobornables como Naipaul cosecharan un solo lector. Fui uno de ellos, atrapado por su prosa cristalina. La Academia sueca justificó el Nobel de 2001 en el "escrutinio incorruptible" llevado a cabo por el escritor angloindiocaribeño.

Aunque la denominación no encajaría en la jerga académica, sería más exacto atribuir a Naipaul un "odio incorruptible". Su malhumor sempiterno, de versión comprimida de Walter Matthau, quedaba neutralizado por previsible. Ahora bien, se necesita sangre fría para denunciar el "efecto calamitoso" del Islam, por encima del colonialismo en su atiborrado panteón de epidemias globales. Hasta Salman Rushdie intentaba frenar a su maestro.

No debe confundirse el odio con la denuncia, otra distinción magistral que el mundo adeuda a Naipaul. Sus fobias no se detienen en los grandes conceptos, sino que descienden a las causas más insignificantes. La exposición de su doctrina consta en el libro que le dedicó Paul Theroux, su mejor enemigo, además de otro gran escritor que ha perseverado en la conquista del desprecio de sus lectores.

"La sombra de Naipaul" no es solo uno de los mejores tratados sobre la relación entre dos escritores, y por tanto rivales. Compendia además la necesidad de practicar un odio ecuménico, democrático si el novelista ahora fallecido concediera alguna validez a esta deformación de la estadística. Comparado con otro campeón del género, el "Borges" de Bioy Casares, esta aportación latina al menosprecio industrial viene lastrada por una odiosa voluntad de estilo.

Naipaul odia a secas. Se proclama "un gran aficionado a las prostitutas", sin importarle un comino los inconvenientes que le reportará esta confesión. No debe afrontarse esta pulsión sexual como la autodefinición de un libertino. El autor de la fabulosa "Miguel Street" no milita en la tradición de los autores con testosterona, última parada en Milan Kundera. Escribía contra un mundo que se esforzaba para disgustarle. Rendía cuentas.