No es la primera vez -ni, lamentablemente, la última- que escucharemos la baja autoestima que tienen los españoles sobre su propio país. Convendrán conmigo en que esa cultura de la queja y el pesimismo se extiende, con mayor o menor incidencia, por toda la geografía nacional, como una mancha de aceite que acaba por eclipsar muchos aspectos positivos de los que poder sentirnos objetivamente orgullosos. Resulta por ello aconsejable analizar los factores e indicadores para darnos cuenta de la razón que asiste a muchos interlocutores foráneos y que, personalmente, creo que resume con enorme acierto la venezolana Astrid Klisans cuando afirma que "los españoles son felices, pero ellos no lo saben".

Una encuesta de Naciones Unidas de hace muy pocos años situaba a España como el penúltimo país donde sus ciudadanos se sentían más orgullosos de su pertenencia territorial. China es el primero, seguido por Rusia, mientras que Estados Unidos figura en noveno lugar. Parece, por tanto, que estamos abonados a ese inveterado pesimismo que nos caracteriza, a pesar de que la realidad del país es otra bien distinta. Porque, nos lo creamos o no, somos el primero del mundo en trasplantes de órganos, los octavos de todo el planeta en fabricación de coches, los terceros en recepción de turistas internacionales, los cuartos en seguridad ciudadana o los segundos en disfrutar de más kilómetros de alta velocidad. Y, aún así, la negatividad recorre la espina dorsal de la sociedad española con un estribillo que tarareamos de forma disonante e insensata, sin base argumental.

De ahí que uno de nuestros principales déficits, y no es una cuestión menor, sea precisamente el escaso conocimiento que tenemos de nuestra propia idiosincrasia, de nuestro espacio más próximo, cuando, por el contrario, este país ha ejercido históricamente un auténtico peso como impulsor innegable de la cultura universal. Cierto es que tampoco ayuda nada el continuo descalificativo y la machacona desfachatez que emplea una parte de la propia sociedad española a la hora de referirse a su nación. Circunstancia que alcanza su impúdico cénit cuando esa misma gente repudia un idioma, el español, que hablan millones y millones de personas en todo el mundo y es ya la segunda lengua más estudiada del mundo.

Todo puede verse, y es legítimo, desde distintos ángulos y colores, pero aun respetando esa lógica pluralidad de visiones y opiniones, negar lo evidente resulta un ataque a la sabiduría. Y lo evidente es que España es, con sus luces y sombras, la historia de un país de éxito en el que desarrollar un proyecto de vida. Supone toda una suerte para cualquier persona con dos dedos de frente.

De todos los indicadores que ha hecho públicos recientemente Eurostat sobre cómo valoran los ciudadanos a su propio país, sobresalen dos que, por desgracia, no suponen ninguna sorpresa: la insatisfacción con el empleo y la desconfianza en las instituciones. Pero, en cambio, existen otros de suma relevancia para la calidad de vida de las personas como es la inversión en materia social, la educación y la atención sanitaria, donde España supera ampliamente la media europea, encabezando la variable sobre esperanza de vida, con 83 años, casi tres puntos por encima de la media en Europa. Lagunas hay, también en aspectos económicos e industriales, pero son muchas más las certezas que dibujan un país para el orgullo y la autoestima. Y no aceptarlo así es todo un despropósito.