Antes de que la física cambiara de dirección y descubriera que el tiempo no es lineal ni constante, ya la intuición humana -perdón por la burda simplificación- había detectado que los mismos minutos pueden pasarse en un suspiro o hacerse eternos en función de múltiples factores que se funden en uno, la disposición mental en el momento concreto.

Si estamos a gusto o a disgusto. Si en una situación relajada o incómoda. Si la mente vagando por cuestiones sin importancia o tensa ante algo trascendental. Si solos o en compañía. Si esperando algo o a alguien o simplemente pasando el rato. Diferentes planos que añaden o restan velocidad al transcurso del tiempo. Diferentes finales que hacen que el tiempo transcurrido se evapore del recuerdo o quede grabado en la memoria con la erosión del cincel sobre el granito.

Golpe a golpe, el segundero marca su reiterado paso sobre la esfera abriendo camino e inventando concepto en su avance dextrógiro. En ocasiones nosotros somos el reloj, no marcamos el avance sino la espera. Tal vez ante una puerta, ese telón de acero que divide en dos el tiempo y el espacio. Lo que está a un lado y lo que está al otro. Lo que fue antes de que se cerrara y lo que será después de que se abra.

Por convención el clásico dividió la esfera del tiempo en doce segmentos triangulares. La gran hogaza por la que vivimos la ensoñación de que la vamos consumiendo triángulo a triángulo sin caer en la cuenta, salvo cuando ya es demasiado tarde, de que es la aguja del segundero la que, en su paso vuelta a vuelta, nos va cortando a nosotros, loncha a loncha.

El físico, el filósofo y el teólogo llevan desde el principio de los tiempos (que no del tiempo), tratando de determinar si el tiempo es una línea, una flecha, un círculo o un poliedro regular o irregular. Quizás, nos dicen algunos de los estudios más recientes, el tiempo no es lineal ni circular. Sencillamente, postulan, el tiempo no es, no existe más que como una ilusión en nuestra mente.

Recuerdo sin embargo, con nitidez obsesiva, otra arquitectura del tiempo, no esférica ni lineal, sino rectangular, ante la puerta gris que separaba el ayer del mañana, la incertidumbre de la esperanza, la sonrisa del llanto, la compañía de la soledad, la vida de la muerte. Veintisiete baldosas cuadradas que unos pies pueden recorrer, en movimiento levógiro de cuenta atrás, seiscientas sesenta y seis veces una mañana de agosto. Un segundo por baldosa durante cinco horas. Veintisiete baldosas grandes como losas que a cada vuelta adquieren una orografía diferente, subida o bajada, pendiente escarpada o mullida vaguada. Montaña rusa ante la puerta, ruleta rusa tras ella. Veintisiete baldosas, la persistencia de la memoria, el más duro reloj derretido como en su cuadro auguró, lúcido surrealismo, Dalí.

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