Confieso mi aversión e inquina a las moscas y, ya puestos a desnudar la conciencia, mi inclinación irresistible a perseguirlas y eliminarlas con varios métodos y artefactos: la tradicional paleta matamoscas, las pegajosas tiras atrapamoscas, una rodilla en desuso o una zapatilla desportillada. He adquirido también una trampa con líquido azucarado. Quizá los movimientos animalistas, que la emprendieron contra la caza del zorro y después contra los picapanes o ballestas para atrapar a los astutos y desconfiados pardales rurales, levanten acta de mi confesión y me tilden de "animalófobo" o "drosofilófobo", y, si quieren precisar más y se ponen helenistas, "myiaófobo".

Me defenderé alegando acoso inmisericorde. Apelaré al apesadumbrado poema de Dámaso Alonso sobre los "puñeteros insectos" que roían hasta el cadáver de su alma. Aportaré también un cedé con el enervante zumbido que acompaña la canción "Las moscas" de Joan Manuel Serrat, esas "viejas moscas voraces como abejas en abril". Y llevaré como testigos a hombres y mujeres de mi pueblo para que ratifiquen que en este verano, además del calor y de la buena cosecha de trigo, ha llegado un ejército mercenario de moscas que invaden hasta los corrales sin estiércol y las cocinas requetelimpias. Y, si no bastara, aduciré que Belcebú significa también el "señor de las moscas".

Cité antes el picapán, armadijo al que en otros partes llaman pajarera, cepo, focillera, guindón, maula, percha, costilla, cotillón, cepillo y ballesta; esta última denominación es la que recoge el Diccionario de la Lengua Española. Su venta está prohibida en España desde hace varios años. Este vocablo y su uso ha dado pie a dos expresiones coloquiales en Pajares de la Lampreana: "menudo picapán está hecho" para advertir de que alguien puede armártela o atraparte con malas artes y "si pico, me mancho el pico y, si no, me muero de hambre", para manifestar la duda razonable antes de tomar una decisión que entraña riesgos. Esta última frase la decíamos los chicos en voz baja mientras observábamos las cautelas de un pardal antes de picar el grano de trigo puesto como cebo en el picapán. Si, al final, picaba, quedaba atrapado por el pescuezo. Saboreábamos poco después el pequeño menú frito en la sartén o vendíamos la pieza a un señor mayor por 25 céntimos, que para nosotros era un capitalazo.

Diré en mi descargo que cuando veo ahora en Madrid a gorriones posándose en la mesa en la que estoy tomando café con un sándwich les echo unas migajas; mientras las engullen, me compadezco de su mansedumbre urbana. Frente a los bravos pardales rurales, astutos y desconfiados, sus parientes urbanos se parecen a los mansos de los sanfermines. En los pueblos sabemos muy bien qué quiere decir eso de "vaya pardal que estás hecho", pero nos sorprende que se haya derivado pardillo de pardal, si no nos hemos topado con los incautos gorriones de la ciudad.

Pardales quedan pocos en el casco urbano de los pueblos, aunque abundan en los sembrados; siguen siendo tan desconfiados como antes, pero nadie se mete con ellos porque hay pitanza de sobra. En las tierras se ven pocas alondras, cucuyadas o cogujadas y copetudas abubillas, que en Pajares llamamos cucos. Quizá se deba al uso intensivo de herbicidas. Pero las moscas campan por sus fueros con el mismo tesón que antaño en las cuadras y muladares.

Ante el acoso de estos insectos, tan impertinentes que han dado pie a la palabra moscón y a las expresiones de "mosca cojonera" y "mosquita muerta", no hay plebiscito posible. Sabemos que no los descastaremos, porque, a pesar de ser menudos, son muy prolíficos -nada menos que 8.000 huevos deposita una hembra en su corto ciclo vital de entre 15 y 25 días-, pero evitaremos que se multipliquen hasta el infinito como los dígitos del número pi. Aunque pese a los animalistas, seguiré combatiendo a las moscas sin tregua con cualquier artilugio a mano.