S erá casualidad que los taxistas hayan protagonizado jornadas de violencia en la Barcelona de izquierdas, o contra un país en el que excepcionalmente gobierna el socialismo. Será el mismo azar que rige la selección de sus emisoras favoritas. Más peligroso resulta que el ayuntamiento progresista barcelonés o el Gobierno de Sánchez en pleno se entreguen babeantes a los empresarios del taxi. Produce sonrojo el cacareado énfasis en que es un trabajo durísimo, enunciado indudable frente al periodismo pero que podría molestar a ocupaciones más esforzadas. ¿Habría más dueños de taxis que se harían empleados de Ryanair, o viceversa? Las kellys son trabajadoras reales, y no han parado ni un día para dañar al conjunto de sus conciudadanos.

Lo malo de cargar contra Airbnb es que defiendes a los hoteleros. Si denigras la farsa colaborativa de Uber, te alineas con taxistas que confunden al montar una falsa huelga, llevada a cabo sin control ciudadano y presentada como una reedición del 15M. Pillado en contra dirección, el Gobierno Sánchez busca un taxi libre. Descarga el problema sobre las regiones, en la línea de desentenderse de los problemas que tan excelentes resultados le ofreció a Rajoy.

El país está habituado a la postración del Gobierno, aunque la delegación en el taxi aporta una variante novedosa. Si la patronal de este servicio público dispone de soluciones inevitables para el ordenamiento urbano, solo tiene que presentarse a unas elecciones y medir sus apoyos. En la configuración actual, los taxistas son consejeros delegados de sí mismos, y ni siquiera sus estadísticas advierten un diferencial económico negativo con la media de la población. La lucha por preservar su negocio es tan honrada como la vocación de los clientes por no pagar cantidades desmesuradas, a cambio de un trayecto ínfimo. A propósito, ¿algún taxista ha contratado a airbnb?