No hay muchas cosas que se puedan hacer, sin sudar demasiado, al aire libre, bajo los treinta y nueve grados de un día de agosto. Observar, detenidamente y desde la sombra, cómo un gato persigue a un saltamontes, una de las más interesantes.

Hasta que me fijé en ellos mi mirada nadaba por una antología de haiku japonés. El haiku es un arte poético tradicional japonés compuesto en diecisiete sílabas repartidas en tres versos: cinco-siete-cinco, aunque los grandes maestros que desde el siglo XVI lo ejercitan se han permitido ciertas licencias para variar esa estructura.

A la velocidad de funcionamiento neuronal que permite la canícula y sin un gintonic bien cargado de hielo al lado, no puede uno más que preguntarse qué se puede contar en tres versos que suman diecisiete sílabas y, sobre todo, qué se puede contar ochocientas veces, tantas como haikus contiene mi libro, sin que parezca que, como la chicharra que suena de fondo, ochocientas veces se dice lo mismo.

La gata que entretiene mi atención destaca, blanca quietud agazapada sobre un manto de tréboles. Nieve caída sobre el verde, fresco aún por el riego de la mañana. En la sombra, ya casi vertical, del alero del edificio. Proyecta sus ojos ocres, ámbar y esmeralda, en mirada vivaz e incisiva sobre un punto fijo a no más de cuarenta centímetros de distancia. Allí el pequeño saltamontes parece analizar si saltar hacia el soleado campo de fuego o seguir refugiado en sus cuarteles de invierno. Elige seguir en la umbría pero aún así salta un metro, justo cuando caen sobre el lugar que medio segundo antes ocupaba, las dos zarpas y el hocico de su cazadora.

La misma escena se repite, consecutivamente, en varias ocasiones. La gata parece estar jugando de manera desenfadada. Se divierte, salta a la vista. El saltamontes quizás ignora la existencia misma del juego aunque de manera connatural, salta a la vista, entiende que solo caben dos finales, excluyentes entre ellos.

El haiku trata de detener el tiempo o más bien se detiene en un instante cualquiera, intercambiable con cualquier otro y en un lugar preciso también pero también indiferente. Su naturaleza es zen. Exalta el momento y la conexión con la naturaleza. En las pocas palabras que contiene siempre hay una relacionada con la estación del año en la que transcurre. Los haikus se clasifican precisamente por las estaciones: primavera, verano, otoño, invierno. El poeta es un mero observador, privilegiado y a la vez ajeno. No actúa, no interviene, solo forma parte de la escena como un elemento más. Siempre ha de ser más lo que deja sugerido que lo que desvela.

Leo los haikus del verano. Como en ellos, el calor ralentiza mi pensamiento. Como la mirada de mi compañera de tarde paraliza el movimiento del saltamontes inmediatamente antes de su último salto. La eternidad concentrada en un instante.