El domingo pasado, el evangelio nos narraba el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Hoy, el evangelista Juan continúa el relato con el discurso sobre el pan; el Maestro nos enseña: desde la experiencia vivida del pan comido nos introducirá en uno de los secretos del Reino que predica. ¿Habéis comido pan hasta hartaros?, dirá a la muchedumbre. Pues bien, yo os digo que hay "otro pan que viene del cielo y da la vida al mundo". La muchedumbre, con el estómago lleno, acepta la oferta y le reclama: "Señor, danos de ese pan". Y Jesús lo describe: "Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará sed". La diferencia está entre comer y vivir: comer es una necesidad fisiológica vital, pero no simplemente por comer bien se vive mejor. Hoy muchas personas creen que no necesitan de nadie ni de nada; tienen el suficiente poder para abastecerse. Han roto sus ligaduras y relaciones con todo aquello que no sea puramente material o productivo, incluso han borrado de su agenda a Dios como señal de independencia. Pero la persona es algo más que su estómago: "No sólo de pan vive el hombre". En nosotros anida la imagen de Dios. Somos hijos del Padre, redimidos por el sacrificio del Hijo de Dios y guiados por la luz del Espíritu. Nuestro cuerpo es morada mortal de algo incorruptible, que peregrinando en la vida aspira al Reino Eterno. Y esta otra dimensión de lo humano, la dimensión divina y transcendente, también necesita de alimento. De este alimento nos habla hoy Jesús: "Yo soy el pan de la vida". La íntima relación con el Señor que nos hace sentirnos hijos y hermanos, vivir la grandeza de la fe que empuja la esperanza y florece en caridad, es un estilo de vida que hace vivir de otro modo. Es un alimento oculto que robustece el espíritu y nos da energía para el camino de la vida. Ello supone vivir en la libertad de los hijos de Dios, con la grandeza y el riesgo que conlleva ser libre. El evangelio de hoy nos invita a descubrir al Señor que ha venido al mundo para dar la vida verdadera a todos, más allá de cualquier expectativa y deseo mundano. La felicidad que el mundo nos ofrece es engañosa y superficial. La única felicidad que no falla es poner nuestra vida en el Señor y sabernos amados por Él y destinados a la vida eterna.