Tengo, sin posesión, desde la libertad, característica clave en una relación de amistad, un gran amigo. Se llama Francisco Gustavo Cuesta de Reyna. Es verdad que la amistad se mantiene si se quiere y mientras se quiere. Se ve que Paco y yo queremos y nos queremos, porque nuestra amistad ha crecido con el paso de los años y se mantiene firme contra el viento y la marea de los dimes, de los diretes y de mil avatares más.

Tenía, sin posesión, desde la libertad, característica clave en una relación de amistad, una gran amiga. Se llamaba María Dolores de Reyna Lorenzo. La madre de Paco y también mi amiga, cuya perdida me duele desde aquel fatídico día del pasado junio, en que Lola no resistió más las ausencias provocadas por el olvido que, a veces, se apodera de nuestros recuerdos y de nuestra vida. Lola se marchó, dejándonos a su familia y a sus amigos huérfanos, terriblemente solos y tristes. Nacemos tristes y morimos tristes, sostenía Benedetti y la tristeza por la marcha de Lola todavía se refleja en los rostros de sus tres "chicos", Paco, Manuel y Gustavo.

En la nueva estación donde ha hecho fondo, estaban esperando a Lola todos los suyos, los que la precedieron en el viaje final, y sobre todo su marido y su hijo Julio que, prematuramente, con tan sólo treinta años de edad, nos abandonó otro de esos días raros y tristes. No sé por qué, quizá porque mi estado anímico no era el mejor por diversas cuestiones relacionadas con la salud, fui incapaz de reaccionar ante el óbito de Lola. Me quedé de piedra. No me lo esperaba. Conocía sobradamente su estado de salud, así y todo nunca esperas el fatal desenlace.

Nos duele, y de qué forma, la pérdida del amigo, sobre todo si lo ha sido de verdad y Lola me honraba con su amistad y con su cariño. Cuántas veces me lo dijo y me lo repitió por si albergaba alguna duda. Mujer de convicciones firmes, tremendamente humana, generosa en extremo, faceta de su vida que quizá, salvo los más allegados, pocos conocen; de una cordialidad sin aspavientos; de las que gustaba llamar pan al pan y vino al vino, capaz de cantarle las verdades del barquero al mismísimo lucero del alba, era también una mujer sencilla y amable con propios y extraños. Disfrazaba su sensibilidad con esa reciedumbre de que hacía gala, para que en los momentos duros y difíciles, que siempre los hay cuando de hacer camino al andar y al amar se trata, y Lola anduvo y amó mucho, no le asomará la sensibilidad por los ojos.

Además, Lola era algo más que un nombre pegado a la historia de la Semana Santa de Zamora, Lola era Zamora. Se desvivía por esta su ciudad. Cuantas veces la acompañé a visitar al Defensor del Común para que éste intercediera y salvaguardara con su experiencia una serie de problemas que Lola había detectado y que no podía pasar por alto bajo ningún concepto. Con los años, fue la digna heredera de un condado, el de Oricaín, concedido por don Alfonso XII a su bisabuelo, José María de Reyna Frías de la Torre, natural de Fuentelapeña, primer conde de Oricaín, título que llegó a Lola tras el fallecimiento de su prima, María del Pilar de Reyna y Soto.

Si es verdad que lo que se recuerda siempre vive, si es verdad que sólo muere lo que se olvida, Lola de Reyna estará siempre viva, porque siempre permanecerá en el recuerdo de todos cuantos la quisimos de verdad. Y porque los recuerdos tienen su hogar en nuestros corazones.