El voto particular absolutorio de la sentencia de "la Manada", y la condena de Juana Rivas por secuestro o sustracción de sus hijos, parecen escritos por la misma persona. El contenido puede ser impecable, pero está envuelto en el tono de la arbitrariedad. El juzgador se entretiene con la personalización del conflicto. El lenguaje utilizado en el segundo de los casos es inapropiado para condenar a un ser humano, máxime por tratarse de una madre que defiende a sus hijos, un valor que la legislación considera esencial. A propósito, ¿no es extraño que una resolución centrada en la maternidad sea tan reacia a utilizar la fórmula de "madre" de "sus hijos", sustituidos en la mayoría de ocasiones por el genérico "menores"?

Desde la envidia, qué a gusto se escribe cuando se sabe que ninguna corrección de una instancia superior redundará en desdoro o merma profesional. Esta suma libertad de expresión puede ser imprescindible para lograr una justicia descontaminada de presiones, pero también debería conllevar una exigencia mínima de respeto a personas sin ningún poder.

En el caso de Juana Rivas, la sentencia está más ocupada en condenar a quienes apoyaron a la "madre de sus hijos" que en razonar los cinco años de cárcel por sobreprotección. Lo peor es que, tras el fallo, se ha desvanecido la parafernalia que acompañó a la mujer mientras procedía a la sustracción ahora condenada. Las manifestaciones han adelgazado a menos de una décima parte, los políticos han desaparecido del mapa y a lo sumo balbucean la palabra indulto.

La madre Rivas es un juguete roto. La deliberada insensibilidad de la condena se agrava con la desaparición de todos los solidarios de hojalata, de los vecinos que aseguraban con pancartas que ellos escondían a los niños. La masa es más peligrosa al disgregarse que al constituirse, y se ha desperdigado en busca del siguiente titular morboso.

Un juez crucifica a la madre que se equivocó de aliados. Sin embargo, los magistrados deberán acostumbrarse a convivir con el eco de sus pronunciamientos. Su decisión es final, pero tan verdadera como cualquier juicio humano. Además, en "la Manada" o en Juana Rivas, se quedan a medio camino. El código de Hammurabi, anticipo de los venideros, reserva sus primeros artículos para las acusaciones falsas, penadas desde luego con la muerte. Si los jueces creen haber desmontado una gran patraña, tenían que actuar en consecuencia.