Que el derecho de manifestación, ligado al de expresión, es uno de los pilares esenciales de la democracia está fuera de cualquier duda, pero otra cuestión bien distinta es el papel que lo que ocurre en la calle ha de jugar en una democracia consolidada como la española. Convocar a que los ciudadanos hagan suya la calle para expresar sus malestares o anhelos es fácil, sobre todo con las tecnologías al uso, pero cuestión esencial es analizar cuál ha de ser la reacción del poder legislativo frente a estas manifestaciones, porque aquí entran en juego varias cuestiones que, dependiendo de cómo se solventen, pueden engrandecer la democracia, o, sencillamente, debilitarla.

¿A quiénes y cuántos representan los demandantes callejeros? ¿Es, por tanto, la calle un barómetro del sentir de la mayoría de los ciudadanos? ¿Debe el poder legislativo atender a las demandas de la calle? Antes de responder a cada una de estas preguntas, conviene que hagamos un repaso de algunas manifestaciones de los últimos años como el movimiento 11M (mayo de 2011) del que después salieron, entre otros, Podemos, la huelga feminista del 8 de marzo de este año, las sucesivas manifestaciones de pensionistas, o las producidas de resultas de la sentencia a La Manada son algunos ejemplos ilustrativos de la calle como foro en el que los ciudadanos expresan sus deseos o sus desacuerdos con la legislación, los jueces, o los gobernantes.

Ilustrado el tema, vayamos con la primera de las cuestiones que he planteado: ¿A quiénes y cuántos representan los demandantes callejeros? Aquí hay que señalar algunos elementos que ponen en tela de juicio el valor de la calle como ejercicio democrático. Por un lado, es evidente que las cifras que manejan unos y otros respecto al índice de participación son escandalosamente dispares. Pero aun aceptando la mayor cifra, ¿cómo valoramos a los ciudadanos que no se han manifestado y que, sin la menor de las dudas, son mayoría? ¿Quiere decir que están en desacuerdo con la demanda callejera? ¿Están de acuerdo, pero no salen a la calle? Me parece obvio que el papel democrático de la calle queda sustancialmente en entredicho. Pero hay más; no todos los manifestantes lo están por el motivo convocado, de ahí que tampoco sea infrecuente que manifestaciones legales, lícitas y pacíficas sean reventadas por grupúsculos cuya única participación en las mismas es organizar actos vandálicos y violentos. Traigo a la memoria de los lectores un viejo ejemplo de lo que acabo de señalar: en las manifestaciones estudiantiles que hubo en España en 1987, en Madrid copó todos los medios la figura de Jon Manteca Cabañes, más conocido como el Cojo Manteca, que con sus muletas en ristre, pues le faltaba una pierna, destrozó cuanto mobiliario urbano se encontró a su paso. ¿Era Jon Manteca un estudiante reivindicativo y enfurecido? No. Era un veinteañero dedicado a la mendicidad que se cruzó con la manifestación por casualidad.

De lo anterior se deduce claramente la respuesta a la segunda pregunta que formulaba: ¿Es la calle un barómetro del sentir de la mayoría de los ciudadanos? La toma de la calle muestra el sentir de una parte de los ciudadanos que en ningún caso puede considerarse como una expresión de una mayoría por lo señalado con anterioridad. Es más, en ocasiones la calle es tomada, véase el caso de Cataluña, para propuestas que quedan fuera de la legalidad vigente, aun cuando las manifestaciones fuesen, que no lo son, representación de la mayoría de la población. Por lo tanto, es evidente que traducir tomar la calle con deseos democráticos mayoritarios es más que dudoso.

Puestas así las cosas, ¿debe el poder legislativo atender a las demandas de la calle? Estar pendiente de lo que los ciudadanos puedan demandar es deber de todo gobernante y, por supuesto, del Congreso y el Senado, quienes tienen la capacidad de legislar. Pero eso es una cosa y otra es que ante cualquier manifestación más o menos ruidosa nuestros representantes se apresten a cambiar la leyes, si bien es verdad que la realidad es que se limitan, si la presión de los medios es grande, a hacer declaraciones más o menos grandilocuentes que luego ni siquiera se dignan a incorporar a sus programas políticos. Y aquí es adonde quería llegar. La ciudadanía tiene, constitucionalmente reconocida, la capacidad de proponer leyes a través de la Iniciativa legislativa popular (art. 87.3) y desarrollada en la LO nº3 de 1984 que establece, como paso previo, la obtención de 500.000 firmas y regula los pasos a seguir y las restricciones a estas iniciativas. Aquí reside una de las expresiones democráticas del sentir de los ciudadanos. Pero la expresión del deseo ciudadano tiene su máxima capacidad en la elección de los representantes a través de las elecciones y ese voto es el que ha de otorgarse en función de las propuestas que los partidos incorporen en sus programas, esos que casi nadie se lee, y que ocasiona que no sea de extrañar que quienes se manifiestan demandando un determinado cambio legislativo hayan votado a partidos que, precisamente, excluían esa demanda.

En conclusión, tomar la calle, de acuerdo a los requisitos legales establecidos, es un derecho democrático, pero convertir este derecho en la forma de transformar la legislación es adulterar las reglas del juego democrático y, por tanto, cuando dicha transformación acaba realizándose vía Decreto no se está reforzando la democracia, sino todo lo contrario, puesto que un número indeterminado de ciudadanos, difícilmente cuantificable y nunca mayoritario, fuerza un cambio que de haberse planteado a través de los programas políticos y su desarrollo en el Congreso y en el Senado habría triunfado, o no.