El verano no sólo es la estación del año en la que predominan las altas temperaturas y los periodos vacacionales para una gran parte de españoles, sino que también es el punto de inflexión que propicia un cambio en la fisonomía de nuestros pueblos. Vuelven los hijos y nietos del terruño, los llamados veraneantes, y regresa la propia vida a las calles y plazas que no hace tanto estaban casi vacías.

Aun reconociendo que vivimos en una Comunidad caracterizada por su extensión territorial, el envejecimiento de sus habitantes y la propia dispersión poblacional, creo a pies juntillas que, muchas veces, la dispersión se percibe más en el medio urbano que en el rural. No hay más que mirar a los ojos de la gente o, simplemente, darse un pequeño paseo para darse cuenta de que, por muchas personas que nos crucemos en el camino, saludaremos y abrazaremos a más gente siempre en un pueblo que en una ciudad. Por eso, me parece que somos injustos cuando no apreciamos lo suficiente la calidad de vida en nuestros pequeños núcleos rurales, que atesoran celosamente el intangible del sosiego y la consciencia del tiempo. No se trata de eludir las múltiples necesidades que también presentan en materia de transportes y comunicación, de atención sanitaria y de acceso a Internet, entre otras, pero no me dirán que no somos injustos a veces con nuestros pueblos, cuando son ese ineludible cordón umbilical que nos mantiene aferrados a los recuerdos personales y a la memoria colectiva.

De ahí que ahora, al contemplar el relativo bullicio que estas semanas de estío parecen querer adueñarse de sus limpios espacios, piense en el privilegio que supone para el ser humano la oportunidad de volver a las raíces, al lugar que nos pertenece tanto como nosotros a él.

Qué importante es, por todo ello, valorar con exactitud y medida este caudal de vida que representa el medio rural de Castilla y León para todos y cada uno de nosotros. Cuanto más le demos la espalda, más iremos en contra de la propia condición humana; y cuanto más le mostremos nuestro apoyo y respeto, más recibiremos en forma de sabiduría y coherencia.

Descubrir ya esto sería toda una lección de sentido común, porque nuestros pueblos sobrevivirán mientras nosotros mismos así lo queramos de verdad, incluso más allá de los meses de verano que, al fin y al cabo, pasan como el agua entre los dedos. No sólo es una cuestión de orgullo, que también, reconocer la idiosincrasia de nuestro territorio, en lugar de vilipendiar lo pequeño, infravalorando más de lo debido el silencio, la natural vejez y la textura de la tierra que un día nos engendró.