El cambio de gobierno ha obrado efectos prodigiosos en apenas un par de meses, por más que la derecha esté que rabie. Ya no hay manifestaciones de pensionistas -salvo en Bilbao, que son muy suyos-, ni sueldos de baratillo, ni millones de españoles al borde de la pobreza, ni chavales famélicos esperando su turno para la comida en los colegios de verano. Incluso el clima ha mejorado un montón. Prueba de ello es que, una vez solucionados los graves problemas del país, los ministros pueden dedicarse a asuntos aparentemente menores como la legislación sobre géneros gramaticales.

Normalmente, estos milagros tienden a producirse cuando no hay gobierno alguno. El ejemplo más notable lo ofreció hace cuatro décadas Portugal, que por algo es el país de la Virgen de Fátima. En los meses de turbulencias que siguieron a la Revolución de los Claveles andaba nuestra vecina República lo bastante revuelta como para que todo el mundo mandase, excepto el Gobierno propiamente dicho. Hastiado de que nadie le hiciese el menor caso, el entonces premier Pinheiro de Azevedo se encerró con sus ministros y anunció su propósito de declararse en huelga de gobernación. Los resultados fueron fabulosos.

Mientras el gobierno estuvo de brazos y decretos caídos, los precios bajaron, la balanza de pagos se equilibró e incluso se redujo el copioso número de huelgas típico de la época. Los más nostálgicos sostienen que hasta los conductores portugueses se comportaron con menos temeridad de la que generalmente se les atribuye, en aquellos días felices.

Más recientemente, Bélgica batió récords de ausencia de poder ejecutivo al acumular 541 días seguidos sin gobierno. Lejos de producirse desastre o quiebra alguna, los trenes siguieron saliendo a su hora, los aviones despegaron como de costumbre y la vida en general mantuvo su curso en el feliz reino de los belgas. Mejor aún que eso, la carencia de un Ejecutivo que pudiese ejecutar permitió a Bélgica esquivar los recortes ordenados por la UE (con sede en Bruselas, por cierto) y mantener además un notable grado de crecimiento en plena crisis.

Más cercano aún está el ejemplo de España. El confuso resultado de las elecciones de diciembre de 2015 determinó que el gobierno presidido entonces por Rajoy estuviese diez meses en situación de barbecho. Casualidad o no, al cabo de ese largo período de interinidad -y sólo aparente desgobierno- el paro experimentó una reducción histórica y la economía creció a un ritmo de lo más vigoroso.

Tal vez sea mera coincidencia, pero estos y otros casos que podrían citarse sugieren que cualquier país funciona sin problemas con el piloto automático puesto. Nada más lógico, si se tiene en cuenta que el grueso de las partidas presupuestarias vienen prefijadas de antemano por la necesidad de atender a las pensiones, la deuda y la Seguridad Social. Poco papel juega ahí la ideología, circunstancia que acaso explique lo mucho que se parecen unos partidos a otros una vez que llegan al poder y se encuentran con la necesidad de hacer cuentas en vez de discursos.

Por eso sorprende que una simple mudanza en el gobierno haya mejorado -o empeorado, según quien lo mire- la anterior situación del país en cuestión de unas pocas semanas. Los milagros y/o las catástrofes requieren más tiempo.