Han transcurrido más de siete décadas; recuerdo los tiempos de mi niñez, cuando el señor Manolo llegaba cada mañana a mi casa con la cántara de la leche recién ordeñada de las cabras que tenía en la dehesa de San Julián.

Antes de que mis hermanos y yo saliéramos para la escuela, ya estaba repicando en el llamador de la puerta el lechero, que portaba en una mano la cántara de la leche y en la otra el recipiente medidor de los cuartillos. Mi madre salía a recibirlo con el puchero en el que el señor Manolo iba depositando varias de las medidas de cuartillo que solía. Como la leche era de cabra, mi madre tenía la precaución de hervirla inmediatamente antes del consumo, pues no era prudente beberla cruda por temor a contraer alguna enfermedad, como la fiebre de Malta, por ejemplo.

La inspección de la sanidad de este producto alimenticio de utilización diaria, corría a cargo de los servicios veterinarios municipales, a los que auxiliaban agentes de la Guardia Municipal dotados de aparatos para recoger muestras de leche que luego era examinada en el laboratorio. Había dos guardias municipales dedicados a este servicio, en cierto modo especializado. En una cartera acondicionada para portar en ella una probeta y una especie de termómetro llamado "lactodensímetro" recorrían las calles de la ciudad a la búsqueda de lecheros, a los que requerían para hacer un análisis previo de la leche "in situ". Tomaban una porción de la leche de algunos de los cántaros que llevaban, al azar, y si al introducir el instrumento, no daba la densidad mínima requerida, la multa ya era inevitable, además de recogerle muestras en frasquitos que el guardia llevaba al efecto para remitir luego al laboratorio para un más exhaustivo análisis.

Todavía llegué, a mi ingreso en la Guardia Municipal (poco tiempo después se denominaría legalmente Policía Municipal), a comienzos de los años cincuenta, y aún continuaba vendiéndose la leche a domicilio. En ocasiones, los vendedores llevaban la leche tan escandalosamente aguada, que el agente le obligaba a derramarla en la alcantarilla más próxima para evitar que aquel producto tan adulterado llegara a ser consumido por los clientes.

Los lecheros llevaban los cántaros unas veces en bicicleta, en tiempos más remotos en burros con alforjas y en épocas más próximas en furgonetas.

Fueron muchas las picarescas de que se valían los lecheros para burlar la vigilancia de los guardias encargados de la inspección: a veces, se escondían en los protales, en ocasiones, llevaban a la vista recipientes con leche en buenas condiciones, ocultando la adulterada que era la que despachaban a los clientes, quienes, inexplicablemente, protegían a los lecheros para evitar las inspecciones y la multa, en su caso.

En 1954 se conocieron las primeras máquinas envasadoras de la leche en tetrabrik; a partir de entonces, fueron desapareciendo los vendedores de la lecha a granel a domicilio, con lo que, una década más tarde la leche ya se consume pasteurizada y envasada.

Queda para la historia el peregrinaje callejero de los guardias inspectores de la leche y los lecheros jugando al escondite para no ser localizados.