A poco que tomemos el pulso a la realidad social y eclesial descubriremos las muchas contradicciones que vivimos. Basta ver algún informativo. De todos esos contrastes quizá sea la muerte, desde un plano puramente humano, el mayor obstáculo que nos dificulta ser felices en esta vida. Pero los creyentes, por ese "plus" de la fe que hemos recibido, estamos convencidos de que ni la misma muerte puede impedirnos la felicidad o, lo que es lo mismo, la separación del gran amor que Dios nos tiene. Es más, podemos hacer nuestras aquellas palabras del poeta: "Morir sólo es morir. Morir se acaba. Morir es una hoguera fugitiva. Es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba". Toda persona (sea más o menos consciente de ello) lleva en los genes una esperanza de felicidad total, absoluta y definitiva. El problema es saciar esa sed del corazón en fuentes equivocadas (por ejemplo: el dinero, el prestigio, el aparentar, etc.). Todos soñamos con una felicidad completa, una paz permanente, un cumplimiento de nuestras mejores aspiraciones. Todos deseamos que algún día triunfen la justicia, la verdad, el bien y el amor en medio de este mundo tan selvático y dividido.

Dios nos ha prometido que nuestro destino final es el Paraíso. Algunos, a veces, quieren alcanzarlo echando fuera a su Creador y Señor. La historia demuestra que ese empeño lo único que logra es servir el infierno en bandeja. Solo en el cielo nuevo y la tierra nueva que Dios nos ha preparado veremos colmadas nuestras aspiraciones más profundas y nuestros esfuerzos por haber tratado de hacer de este mundo un mundo más humano y más divino. Algún día el Señor resucitado volverá al final de la historia; resucitaremos también nosotros; la muerte será vencida; nuestros cuerpos serán transformados en cuerpos gloriosos (no sujetos al tiempo, al espacio o la materia); también el mundo será trasformado en un mundo nuevo y distinto; y el Reino que inauguró Jesús llegará a su plenitud. Por tanto, Dios -en la muerte y resurrección de su Hijo- nos ha abierto a todos las puertas de la salvación, solo quiere que seamos felices para siempre y nos ofrece su perdón y misericordia hasta el último instante de nuestra vida terrena.

Ahora bien, Dios también nos ha creado libres para responderle diciendo "sí" o "no". Él nos inspira a caminar hacia Él, pero no nos obliga. En nuestra mano está vivir como "ciudadanos del cielo", en la confianza de saber que vamos a buen puerto, a pesar de que la barca sea fuertemente agitada por el oleaje y las tormentas. Cristo siempre cumple lo que promete: "el que persevere hasta el final, se salvará" (Mt 24, 13).