Resulta inaudito cómo interpretamos, defendemos o repudiamos la legitimidad de las decisiones que adoptan los gobiernos y los partidos políticos en función de las consecuencias que comportan para los intereses particulares de cada uno. Lo digo porque en los últimos días, semanas quizá, asistimos a una peculiar crítica, cuando no denuncia pública, de las medidas aprobadas por el Gobierno de Pedro Sánchez desde su llegada a La Moncloa, poniendo en duda, en muchos casos, la legitimidad de esos acuerdos porque su inopinado acceso al Ejecutivo central ha sido al margen de las urnas y su grupo parlamentario sólo tiene 84 escaños en el Congreso de los Diputados. Toda una tergiversación de la realidad que pretende añadir confusión y descrédito a la acción de gobierno que, nos guste o no, está avalada por la legalidad vigente y, por ende, cuenta con toda la legitimidad que la propia ley concede.

Si Sánchez es presidente del Gobierno es porque la Constitución española ampara otras vías, como la moción de censura, a pesar de no ser elegido ni por la suma de sufragios en una convocatoria electoral ni por la fortaleza numérica de su grupo parlamentario. Nos podrá satisfacer o no, podremos o no compartirlo, pero será siempre una manifiesta injusticia tachar de falta de legalidad aquellas decisiones tomadas conforme a las potestades inherentes a ese cargo institucional. Y si de lo que se trata es de que ningún presidente de Gobierno pueda ejercer ese cargo en tales condiciones, pues primero habrá que cambiar las leyes y las reglas de juego del tablero.

Hay otros ejemplos tan llamativos, e igualmente erróneos, sobre lo que se considera o no legítimo. A saber: Las primarias en las que el Partido Popular está inmerso para elegir a la persona que dirigirá la formación nacional también ofrecen una sui géneris traducción de la legitimidad tras los resultados que han deparado la primera vuelta de este proceso. No parece serio, como se lee y se escucha estos días, poner en tela de juicio la legitimidad de quien, en base a las normas del partido, ha quedado en segundo lugar en votos de los afiliados pero con un porcentaje de apoyos suficiente que le permite acudir a la segunda vuelta en la que ya la decisión última correspon a los compromisarios. Si la legitimidad fuera elegir al candidato más votado en primera instancia, lo que el PP debería haber hecho es cambiar antes sus propias normas. ¿O no lo ven ustedes así?

Estamos, en suma, ante un flagrante y reiterado mal uso del significado de lo que es o no legítimo. Diferenciemos, pues, entre la ética de los acuerdos y la legitimidad de esos mismos acuerdos. Porque carece de un mínimo de coherencia que llamemos legítimo o no legítimo a lo que nos gusta o no nos gusta, en función de nuestra personal percepción o, lo que es peor, en función de nuestros propios intereses.

La legitimidad nada tiene que ver con los gustos personales ni con la ética de cada uno, sino con el cumplimiento de la base legal y los compromisos fijados y la correcta aplicación de las normas previamente establecidas. Así que aclarémonos y llamemos a las cosas por su nombre.