En los últimos años estamos asistiendo a la proliferación en los medios de comunicación y entre los políticos del término relato, palabra históricamente reservada a la teoría literaria. El separatismo catalán construye su relato, los nacionalistas de uno y otro pelaje y tamaño andan en el suyo y ETA, después de cuarenta años repartiendo plomo indiscriminadamente, también cae en la cuenta de que hay que construir un nuevo relato, consciente, y les ha costado y nos ha costado, de que más puede la palabra que la bala.

Porque lo cierto es que es la palabra a través de la cual se construye el pensamiento y cuando lo que se pretende es que ese pensamiento sea unidireccional y único y a través de los medios de comunicación y de las escuelas se traslada una cosmovisión del espacio regional, real o imaginario, entonces el relato se convierte en la pieza clave para entender no solo lo que está ocurriendo en Cataluña, o en la fantasmagórica declaración de disolución de ETA, sino incluso en la tan cacareada memoria histórica. Todo ello no es más que la construcción de una realidad imaginada (un relato) que, como señala Yuval Noah Harari, en Sapiens, no es una mentira, sino "algo en lo que todos creen" y pervive mientras esta creencia persista.

Un relato es, ante todo, una ficción que, en la medida en que es apetecible para un colectivo, va cobrando cuerpo y filtrándose por los poros del tejido social de aquellos que, quizá como fórmula para evadirse de su realidad, o como justificación de su estar, o malestar, en el mundo, se agarran a ese relato, épico en ocasiones, y agradable siempre, dispuestos a entender solo lo que quieren escuchar, de manera que no hay reflexión ni interiorización intelectual, simplemente un amarre que te identifica con un colectivo, con otro yo, que se engrandece en la medida en que se opone a otros, aquellos culpables de todo lo que no eres tú.

Es esta construcción de una realidad imaginada, repetida hasta el hartazgo, lo que justifica que se diga, y algunos crean , que Puigdemont está exiliado y Junquera, entre otros, en la cárcel, por haber querido votar, esencia de la democracia, o que se apele al Constitucional para recobrar la libertad quienes declararon la independencia en Cataluña desoyendo, por no reconocido, a este mismo Tribunal e incluso lo establecido en su propio Estatut, y que ETA, sin rubor ni vergüenza, diga que pone fin a "su trayectoria y su actividad política". Como vemos, en este relato no aparece ilegalidad, delincuencia, ni terrorismo y muerte, que es la realidad.

Pero da igual, se ha creado una nuevalengua, como en la novela de Orson Welles 1984, y se ha puesto al servicio del Hermano Mayor, encarnado en Carles Puigdemont, o en el reputado demócrata y defensor de los derechos humanos Josu Ternera, quince años fugado y responsable directo una buena cantidad de asesinatos de ETA. Y así, con la desvergonzada condescendencia o ignorancia del conjunto de la ciudadanía, se van construyendo relatos independentistas, identidades culturales cuya esencia es oponerse a otros (justo ahora que el filósofo François Jullien, en La identidad cultural no existe, denuncia esta falacia) de manera que todos los que no estamos en la transigencia de esos relatos somos enemigos de la democracia, de la paz y de la reconciliación entre vascos. Y no hay nada más eficaz que buscar unos enemigos, reales o imaginados, que sean fácilmente identificables por la población. Los judíos, para Hitler, que incluso les impuso la estrella amarilla como distintivo por si había dudas; los republicanos, para Franco; los españoles, para los independentistas; media humanidad para los yihadistas y la otra media para Nicolás Maduro, y, por supuesto, las víctimas de ETA para los etarras y sus acólitos que ahora claman por la reconciliación sin vencedores ni vencidos y, supongo, que sin muertos ni asesinos.

Pero la gran tragedia de estos relatos, como acertadamente ha señalado Edurne Portela, en El eco de los disparos, es que "la fuerza con la que el fanatismo se apropia del lenguaje estriba precisamente en que aísla a los "no fanáticos" a mantenerse en silencio". Y este silencio es nuestra responsabilidad, la de todos aquellos que creemos que la ley está por encima de cualquier consideración ideológica, de cualquier comportamiento ilícito y de cualquier reconstrucción de los hechos a medida de cada cual. Y si no rompemos nuestro silencio, si no ponemos el mismo énfasis en desmontar esa posverdad (calco del inglés post-truth recientemente aceptado por RAE y tan innecesario cuando disponemos del término falacia, más culto, claro), deberemos asumir la responsabilidad de haber permitido que el periodo democrático más largo de la historia de España quede reducido a una cueva de delincuentes, demagogos, dictadores regionalistapaletoides y, sobre todo, incultos sinvergüenzas.

"La poesía es un arma cargada de futuro", escribió el tristemente olvidado Gabriel Celaya; pongamos palabra, nuestra palabra, y tendremos el futuro de nuestra democracia asegurado.