Muchos recordarán lo ocurrido en 2000 cuando la posibilidad de que un líder de la derecha xenófoba compartiera el poder en un país de la UE provocó un movimiento general de repulsa.

El popular Wolfgang Schüssel quiso integrar a Jörg Haider, del ultraderechista Partido de la Libertad, en un gobierno de coalición presidido por él.

Y en la UE de entonces saltaron las chispas: el presidente de Francia, el gaullista Jacques Chirac, propuso boicotear a Austria si Haider entraba en el Gobierno.

Contra tal posibilidad se formó entonces una alianza de conservadores, socialdemócratas y liberales europeos, secundada por políticos tan dispares como el español José María Aznar o el socialista portugués António Guterres.

Es cierto que el boicot a Austria duró sólo unos meses, pero se consiguió descartar a Haider aunque no a su partido, que entró en la nueva coalición. Ha llovido mucho desde entonces y lo que hace dieciocho años constituía un caso excepcional, hoy parece formar parte de la normalidad europea.

Con el telón de fondo de la inmigración, la extrema derecha populista y xenófoba forma ya parte integrante del panorama político europeo sin que ello parezca escandalizar a nadie.

Basta fijarse en lo que ocurre en la Hungría de Orbán, en la Polonia de Kaczynski, en la Italia de Matteo Salvini. Y por supuesto una vez más en Austria, que preside este semestre la UE, y donde el sucesor de Haider, Hans-Christian Strache, es hoy vicecanciller del Gobierno del conservador Sebastian Kurz.

El FPÖ de Strache es un partido que no oculta su simpatía por todos los hombres fuertes, ya sea el húngaro Orbán, el líder de la Lega o por el presidente ruso, Vladimir Putin. Es la nueva normalidad.