Cíclicamente entra en debate el tema de la Sábana Santa de Turín, donde un hombre, ¿que puede ser Jesús? ha dejado un halo de sangre. Es la imagen en negativo de un crucificado al que el sudario le hizo, para entendernos, una mala fotocopia, una vez muerto. También cíclicamente se pone de actualidad un viejo lienzo, pero realizado con tal concepto de modernidad y fuerza expresiva que parece fue pintado ayer, tanto por el fondo real de imágenes que desgraciadamente se repiten hoy en día, como por la forma tan minimalista de colores que contrasta con el barroquismo del espanto retratado: El Guernica.

Acabo de visitar una exposición que La Caixa lleva itinerante por España, relativa al famoso cuadro. Todo son conexiones inquietantes una vez que salgo y vuelvo al parque donde está instalada dicha exposición a la que rodean árboles y flores, símbolo de vida, y niños jugando ajenos a las bombas en sordina que siguen estallando en esa magna viñeta del horror que no se desdibuja con el paso del tiempo sino que se calca año tras año, país sobre país, con la tinta de la sangre. Primera conexión: en este mismo parque jugó Pablo Picasso, de niño, cuando vino desde Málaga a vivir en La Coruña. Segunda: En esta ciudad murió, al poco, su hermana pequeña. Aquí le vio cara a la muerte, tan temprano, aquel pintor longevo al que la vida le concedió tiempo para casi todo y, como a la mayoría, hasta para equivocarse: Odiaba a Franco pero no a Stalin. Dejémoslo así. Puede que el gran cuadro que realizó con tan genial acierto incline la balanza a su favor. Es para mi el equivalente laico de la Sábana Santa, porque la muerte es la protagonista en los dos lienzos, con diferente mueca, y en ambos vemos perecer a inocentes.

En la carpa expositiva hay una enorme foto que cubre un lateral exterior, es la del lienzo desclavado de su bastidor y sujetado por un nombre que me recuerda a José de Arimatea en la escena tantas veces pintada y esculpida del Descendimiento. El Guernica es el ejemplo, tristemente célebre, de lo que significa una guerra civil, esto es, la que se libra entre paisanos, vecinos, parientes y hermanos. Otra pintura nos retrata, a través de la muerte de Cristo, esa lucha fratricida que desde Caín persigue a la humanidad como una maldición para la que parece no hay vacuna ni modo de deshacerse de tan siniestro hechizo. La pintura en cuestión se llama La Deposición, o Entierro de Cristo, de Rafael Sanzio. Está relacionada, aunque a primera vista no lo parezca, con los hechos que sucedieron en la familia Baglioni, de Perugia (Italia) en los comienzos del siglo XVI. La trampa de los celos envenenó el corazón de Grifonetto Baglioni que se alió con una facción de su familia en la lucha por el poder. La noche de bodas de su primo Astorre, abrió las puertas del palacio familiar donde fue asesinado el novio y una serie de parientes, en un frenesí de sangre que poco después le horrorizó a él mismo y le enemistó con su madre, Atalanta, que si no tuvo bastante pérdida de familiares directos, después padeció también la del hijo cómplice y tardíamente arrepentido. El cuadro fue un encargo de la matriarca, queriendo, seguramente, que la muerte de Cristo redimiese las muertes consumadas en la conjura de su familia: un Guernica doméstico espeluznante.

Y de nuevo la sábana con la que comenzamos el escrito, aparece en el cuadro de Rafael sosteniendo a duras penas el cuerpo del Señor como queriéndonos decir que nadie es capaz de cargar con tanta culpa.

Lo cierto es que nunca sobra tela en el mundo para enjugar las lágrimas de dolor y desdicha que nosotros producimos. Lienzos que son pañuelos y pinturas. Sábanas que amortajan la esperanza.