La plaza tiene relatos. Es un lugar en el que brota la savia y el mundo gira de forma vertiginosa. Y yo he venido aquí, a la plaza, a esperar. Me siento como una nota muda en un pentagrama, y me gusta verme así frente a la vorágine: Hombre pasa/ mujer riñe/ niño tropieza/ agua suena/ vida llena. Y yo, espero. No sé a quién la verdad, pero sé que la espera también tiene su relato y, normalmente, es ahí donde uno tiene que vérselas consigo mismo. Porque desaparece el relato ajeno y se activa el relato propio. Yo me he sorprendido en ocasiones cercenando este tipo de encuentros conmigo. No siendo que me dé por pensar y me halle de bruces frente a un abismo ardiendo. Porque, muchas veces, hallarnos en nuestro vacío es vernos frente a las Termópilas. Por eso distraemos ese impulso inherente con cualquier otro entretenimiento que nos aleje de nosotros y, por ende, de la vida. Pensar(se) incomoda.

Encuentro en la vida muchas formas de esperar: esperas conjuntas, esperas íntimas, esperas privadas... Íntimo no es privado, puesto que se puede compartir, y en lo privado no hay concesión a lo público. Pero sea como sea, en todas las formas de espera, incluso cuando el relato de la espera es compartido, se activa el mundo interior.

A veces encontramos cierto rechazo a tener la cabeza vacía en la espera. Pero procuro evitarlo: hace mucho tiempo que decidí que la filosofía no era una disciplina, sino una forma de vida y, como dice Juan Mayorga, lo contrario es esclavitud. En la espera hay un grado de soledad que no es negociable. Soledad que invita a uno a pensarse frente a los denodados intentos por evitarnos, por estar hendidos en un relato a dos.

Y lo cierto es que aquí sigo, en la plaza, viendo cómo el relato obsidional va desgastándose en las postrimerías de la tarde. Es como si la gente se quedara sin pilas poco a poco, como si la velocidad de crucero hubiera decelerado a la mitad; los cuerpos se van gastando? Luz residual tras los tejados/ el susurro de los árboles/ risas a lo lejos?

Me viene a la cabeza Robert Walser y su obsesión por los paseos en su ansiada soledad. Era tal su obcecación por caminar y sacar a pasear sus fantasmas, que falleció en uno de esos paseos y quedó enclavijado, ahí, en la nieve que abrigaba el centro psiquiátrico en el que residía. A un paso de sus propias huellas. Decía Ibsen que el hombre más fuerte era el que resistía la soledad, y qué sé yo de esa verdad. Y no sé si estas referencias me sirven para algo? Quizá ayuden a uno a sentirse más fuerte o, tal vez, menos solo en el pensamiento y en la escritura.

Lo cierto es que aquí sigo, en la plaza, acompañado del relato de los otros: Luz quebrada/acordes de guitarra/ vino en cuerpos noctívagos/ sonido de luna/cigarros son ceniza? Y mi huida, pues no sé a quién vine a esperar. Ni sé muy bien si es que esperaba a alguien. Ni siquiera sé si estaba esperando. Tampoco creo que merezca la pena intentar recordarlo.