Ya no toca hablar de títulos, o sí. Un servidor tiene el orgullo de poseer algunos, pero ante todo presumo, o mejor sería decir agradezco, el haber podido estudiar para tenerlos y para que mis padres pudieran colgarlos en el salón de casa, con el mismo orgullo que mi dentista en la sala de espera. Anhelaba de pequeño los diplomas, cuando antaño se daban a los niños aplicados. Conseguí algunos, a los que se fueron sumando los logrados en universidades que se prestigian solas: la UNED, la USAL y la Pontificia de Salamanca. En la ciudad del Lazarillo empecé Magisterio donde Don Zacarías, el profesor de dibujo, no se resignaba, con razón, a que su asignatura fuese "una María", porque se consideraba un catedrático con tanto mérito como el de matemáticas y a mayores él era un artista reconocido dentro y fuera de España (hoy, con casa-museo propios en la ciudad universitaria). Aún así, la asistencia a sus clases aflojaba a medida que el curso echaba a andar. A don Zacarías no le hacía ninguna gracia el absentismo del alumnado pero a su modo pasaba factura a la peña-pasota.

En las primeras clases de folio, lápiz y goma de borrar apreció que un servidor se manejaba bien con el estuche de colores. Un día, me invita a levantarme de la silla para una tarea distinta de la que realizaba el grupo. Con mi empeño ilusionado, y la ayuda esporádica del profesor, pintaba del natural un bodegón en caballete mientras los compañeros "pisaban la uva" folio tras folio en el pupitre. Pisar la uva ¡qué tradicional y qué bonito! Me ha salido sin querer, pero vale para añadir a la definición del cubismo que nos dio don Zacarías: "No se partan la cabeza con este movimiento artístico, es muy sencillo: imaginen un bodegón como el que pinta su compañero. Si damos un golpe sobre la mesa todo se fractura y se mezcla. Pues eso es el cubismo: el retrato de un puñetazo".

Don Zacarías, a pesar de esta ingeniosa explicación, era mejor pintor que profesor.

Decía yo, que me veía como un privilegiado, al ser elegido para pintar en caballete, hasta el punto de soñar con matrícula de honor a fin de curso. Pero las faltas de asistencia, que mencionábamos al principio, las contaba el profesor por láminas sin hacer, folios sin pintar, etc., así que debido a mi tarea de lienzo y pincel, pocas láminas pudo contar de las mías, por lo que debió pensar (despiste de artista) que yo era uno de los que hacían novillos en la cafetería. Tal fue la explicación que Don Zacarías me dio, un tanto compungida pero inmisericorde, cuando hubo puesto la nota final y no había manera de enmendarla.

Algún amigo me recuerda, con humor ciertamente artístico, la cara que me quedó al recoger la papeleta de la nota con un 5 raspado; una faz de inconfundible bodegón cubista.