L a mayoría de los hoteles con encanto tienen encanto porque no pueden tener otra cosa. Yo suelo preferir los de cuatro o cinco estrellas. Si son cómodos, el encanto lo pongo yo. Estuve hace poco en un hotel con encanto cuya recepción medía medio metro cuadrado o así. Ya sé que uno no duerme en la recepción, pero a veces necesita un lugar para estirar las piernas o escribir un artículo, pongamos por caso. Los artículos, en las habitaciones con encanto, se niegan a ser escritos, ya sea por las estrecheces, ya por la falta de una mesa con las proporciones adecuadas. Los artículos son muy suyos. Tienen, como nosotros, sus rarezas. Como digan que no, no hay manera de sacarlos adelante. Algunos escritores, cuando el artículo no sale, se culpan a sí mismos. Piensan que están torpes porque han comido o han bebido demasiado. Los escritores son muy dados a hacerse responsables de asuntos en los que ni pinchan ni cortan.

Uno de esos asuntos es el de los artículos que se niegan a nacer. Están ahí mismo. Les ves la coronilla como a un bebé a punto de venir a este perro mundo, pero se empeñan en no salir. Por poner un ejemplo: todavía no ha nacido un buen artículo sobre la vida y milagros de Zaplana, un aventurero que halló refugio en el gobierno de Aznar tras haber esquilmado la comunidad valenciana, y que recibió asilo político (y económico) en Telefónica después de haber dejado hecha unos zorros la cartera de Trabajo. ¡Qué ironía, por cierto, la de encargarle tal ministerio! Ese artículo, el de las travesuras de Zaplana, no está dispuesto a venir a este mundo. Lo habría escrito yo de no haber caído en un hotel con encanto, donde no se dan las condiciones higiénicas para atender un parto de alto riesgo.

Y hablamos de escribir por no hablar de leer. No hay vatios suficientes, sumando los de todo el establecimiento, para iluminar las páginas de una novela, no digamos las de un periódico. La mayoría de los hoteles con encanto están en contra de la lectura. De modo que finalmente me tumbo en la cama, con las manos debajo de la nuca, e intento imaginar qué pasa por cabeza de Zaplana, que quizá esté tumbado, como yo, sobre el catre de una celda de dimensiones semejantes a las de mi encantadora habitación.