Se puede vivir con miedo sin ser un cobarde? Creo que sí. El otro día se murió un amigo que tenía miedo a que sus padres enfermaran, a que les ocurriera algo malo a sus hijos, a perder el trabajo, a conducir el coche por Madrid. Tenía miedo a la gastritis, a la relación de pareja, a que la policía lo detuviera por error, a terminar en la cárcel sin saber por qué. Tenía miedo a las guerras, a las epidemias, a los análisis de sangre, a las colonoscopias, miedo al alzhéimer, a las alergias, al acabamiento de los recursos naturales, a la inflación, a la burbuja crediticia, al problema catalán, y al andaluz y al manchego? Tenía un miedo por cada autonomía y por cada país del universo mundo, pues se trataba de una persona sobreinformada, de las que leen cuatro o cinco periódicos de papel diarios, más un par de los de Internet. Tenía miedo también los alimentos caducados, a los escapes de gas, a las fugas de agua y al aumento del precio del petróleo.

Comíamos juntos nueve o diez veces al año y solo hablábamos de eso, del miedo. La última vez me dijo que estaba haciendo un cursillo para superar el pánico al avión.

-¿Y cómo va tu proyecto? -le pregunté.

(Su proyecto, en el que llevaba embarcado más de un lustro, consistía en escribir una Historia Universal del Miedo).

-Sigo documentándome -respondió-. Pero ya he escrito un capítulo sobre el miedo al tabaco y a los pesticidas.

La tesis del libro era que miedo y cobardía no siempre coinciden. Me explicó que ahora mismo, precisamente, vivíamos en sociedades miedosas pero valientes.

-Si son valientes, ¿por qué no se rebelan? -pregunté.

-Porque están cansadas -respondió.

Lo cierto es que lo noté cansado. Se lo dije a mi mujer al regresar a casa.

-He notado cansado a Ramón.

-¿Cansado de qué?

-De la vida, creo.

A los pocos días falleció. Mientras acompañaba a su viuda en el tanatorio, pensé que jamás habíamos hablado del miedo a la muerte. Como si no formara parte de su repertorio.