Acordarse con devoción de alguien que ha muerto es siempre una oración, y nadie es indigno de un recuerdo devoto. En el caso de Roth el sentimiento es fácil, y no sólo por la maestría de su arte, sino por su valor personal, tomando riesgos literarios sin los que un escritor es mero amanuense. Tengo su estampa engabardinada y su rostro severo en mi cabeza mientras pienso en la presencia en su escritura, de apariencia realista, de un hilo mágico, común a otros grandes novelistas norteamericanos de su tiempo, que a mi juicio no viene de un ejercicio de imaginación creadora, sino de la propia realidad híbrida de su nación. El ralo materialismo de la vida moderna allí se entreteje con otros materiales (restos de filosofía trascendental, místicas étnicas varias, fantasmas del genocidio indio), haciendo aflorar en el más crudo realismo emanaciones misteriosas. Ahora él es una de ellas.