En honor a la verdad, mi primer uniforme fue el de soldado de la Agrupación de Movilización y Prácticas de Ferrocarriles, un uniforme azul con rombos en las solapas de la sahariana, que contenían el castillo distintivo del Cuerpo de Ingenieros, y en el pecho lucía la figura de una máquina del tren que acreditaba la unidad militar a la que pertenecía.

Pero no es a este uniforme al que deseo referirme sino al primer uniforme profesional del Cuerpo de la Policía Municipal al que pertenecí durante cuarenta y seis años. Había ingresado en el Cuerpo el día primero de enero de 1950. Como eran años de carencias y privaciones, estuve medio año haciendo servicio de paisano con una gorra que me prestó mi padre, cuya prenda de cabeza me acreditaba como agente de la Autoridad (más bien aprendiz de guardia).

Por fin, por las fiestas de San Pedro, a finales del mes de junio de aquel año, estrené mi primer uniforme compuesto de sahariana blanca, pantalón azul, casco blanco, guantes blancos y un silbato.

Aquella mañana, ya uniformado desde casa, tomé servicio en el viejo Consistorio y se me envió a regular la circulación de vehículos a la Puerta de la Feria.

Bajaba yo por la Costanilla, recreándome en mi flamante vestimenta y al llegar a la calle de la Feria, de una pescadería que existía junto a la calle Escuernavacas, sale apresuradamente un chico con un puñado de sardinas en las manos, que se supone iría a entregar a una clienta y me rozó ligeramente en el codo de mi blanca sahariana. No le di importancia porque me pareció una acción involuntaria que no debía tener transcendencia alguna.

Me situé en el cruce de la Puerta de la Feria y empecé a manotear para dar paso a los vehículos que llegaban: coches, camionetas, carros, bicicletas y hasta carretillos, pues era el tráfico típico de la época, aunque se trataba de un día de mayor intensidad por ser las fiestas de San Pedro.

Tocaba el silbato insistentemente para que todos atendieran a mis señales; de vez en cuando daba paso también a los peatones que esperaban pacientemente a que los vehículos les permitieran pasar a ellos.

Después de toda una jornada matinal gesticulando con los brazos, tocando el pito y el olor a sardinas que había quedado impregnado cuando me rozó el atolondrado muchacho que salía corriendo de la pescadería de la Calle de la Feria, llegué a casa con un fuerte zumbido de oídos, agujetas en los brazos y deseando quitarme el uniforme recién estrenado para que mi madre me lavara la blanca sahariana y que se le quitara el olor a sardinas para poder ponérmela de nuevo en días sucesivos.