H ace unos meses nos congratulábamos con la aprobación del tan deseado Pacto de Estado contra la Violencia de Género. Total, sólo había hecho falta que desde 2003 fueran asesinadas cerca de 900 mujeres para conseguir que todos los grupos parlamentarios del Congreso se pusieran de acuerdo. Como si fuera una cuestión urgente y relevante. Como si nuestras vidas estuvieran en juego.

Pensábamos que por fin se iban a tomar en serio lo de que tu ex te rociara con gasolina y te prendiera fuego, pero si algo hemos aprendido, es que aquí no se puede bajar la guardia ni un segundo. Porque han ido pasando las semanas y nos hemos encontrado con el simpático descubrimiento de que no hay dinero. ¡Sorpresa! A ver, en teoría, además de palabras compungidas y fórmulas institucionales, el pactito incluía también una dotación presupuestaria de 1.000 millones de euros que debían repartirse a lo largo de los próximos cinco años. Se ve que a alguien se le ocurrió que para acabar con el maltrato y el feminicidio no basta con poner cara de responsabilidad, también era necesario invertir pasta. El Gobierno en su momento se comprometió a destinar 200 millones de euros en los Presupuestos Generales del Estado de 2018 para luchar contra la violencia machista. Sin embargo, esa partida ha quedado misteriosamente reducida a 80 míseros milloncejos. Magia potagia, de esta chistera saco una paloma y de la otra hago desaparecer más de la mitad de los recursos acordados. ¡Tachán!

Ustedes que son gente astuta como un gamo se estarán preguntando qué pasa con los otros 120 millones. ¿Se han volatilizado? ¿Se los comió un adorable perro pachón? ¿En el Ministerio de Hacienda reventó alguna tubería y hubo que hacer obras de urgencia? Pues no, dicen desde Moncloa que lo que falta lo pongan los ayuntamientos y las autonomías, así a su ritmo. Básicamente, el mensaje es que demasiada suerte hemos tenido con la propinilla que ha llegado. Y que las feministas no estamos contentas nunca, siempre exigiendo. Nos pueden nuestras ansías monetarias, nos invade la codicia más codiciosa. Esto es un no parar de pedir dinero. Llamadnos avariciosas, pero, como cualquier becario que se precie sabe, el compromiso y la ilusión no funcionan como moneda de curso legal. Y esa máxima se aplica tanto para comprar cereales en el supermercado como para sufragar un sistema de protección y vigilancia.

Ya se sabe, el infierno está empedrado de buenas intenciones. No sirve de nada componer mohines de dolor con cada nueva víctima del horror machista si después no proporcionas los recursos económicos necesarios para prevenir nuevos casos. Menos declaración protocolaria de repulsa y más destinar euretes con los que evitar que se sigan acumulando los cadáveres. Casi parece de mal gusto pedir que, si no es demasiado esfuerzo, puedan dedicarnos algo que no sea una nueva nube de humo retórico. Visto lo visto, tenemos dos opciones. La primera es seguir esperando a que nuestros dirigentes decidan que la violencia contra las mujeres es suficientemente importante como para invertir un montante superior a las vueltas del café. La segunda consiste en juntarse, y exigir que dejen de tomarnos el pelo de una vez por todas. Estamos hartas de discursos solemnes y palabras vacías; queremos los cuartos, los billetes, la guita, el parné. Porque, sobre todo, queremos seguir vivas.